Hay rincones del mundo que parecen tocados por las musas para dejar en nosotros una huella imborrable. Espacios cuya impronta queda grabada en la retina de los que viven la vida con otro ritmo, de aquellos que tratan de plantearse según qué preguntas, alejadas seguramente de las mundanas preocupaciones de la mayoría de sus congéneres. Enclaves que hoy no son más que ruinas milenarias, pero en los que puede sentirse el soplo de la historia en toda su grandeza. Para algunos son solo piedras, pero otros saben apreciar su manera de desafiar el tiempo, plantando cara a los siglos para mostrarnos el esplendor del pasado al que representan, que no es otro que el escenario en el que se forjó nuestra propia civilización. Solo los que saben apreciar ese mensaje, los que pueden interpretar el lenguaje universal con el que nos hablan, llegan a comprender realmente que estamos ante nuestras mismas raíces, las únicas que pueden servir para explicar nuestra esencia como seres humanos. Son el cordón umbilical que nos liga a nuestro origen y del que todavía nos alimentamos, por lo que en su compañía nuestro espíritu es capaz de abrirse a las reflexiones más profundas y trascendentes. Uno de estos lugares es Palmira, la ciudad caravanera del desierto sirio.

Enclaves que hoy no son más que ruinas milenarias, pero en los que puede sentirse el soplo de la historia en toda su grandeza. Para algunos son solo piedras, pero otros saben apreciar su manera de desafiar el tiempo, plantando cara a los siglos para mostrarnos el esplendor del pasado al que representan
Muchos de estos enclaves fueron redescubiertos en los siglos XVIII y XIX de la mano de los viajeros románticos que se aproximaban al próximo Oriente en busca, sobre todo, de lugares bíblicos. Algunos de ellos llegaron a la perla del desierto sirio, cuya visión causó un gran impacto. Quiero recoger en este pequeño fragmento dos de los testimonios más evocadores, el de Lord Lindsay y el de Keating Kelly. El primero recogió sus experiencias en Letters on Egypt, Edom and the Holy Land, publicado en 1838; mientras que el segundo lo hizo más tarde, en 1844, en su Syria and the Holy land, their scenary and their people, que no deja de ser casi una copia del libro de Lindsay salpicado de algunas reflexiones personales.
El evocador testimonio de Lindsay al contemplar el magnífico yacimiento dice así:
“Al lado de las ruinas distinguidas, innumerables columnas caídas, fragmentos de molduras y esculturas yacen en cualquier dirección – trazas de edificios, para los que es imposible, incluso para la imaginación, asignar un plan-. Es, de hecho, la escena más impactante. Una horrible quietud, la falta de vida impregna las ruinas, de manera que no he sentido en otro lugar, salvo quizás en Paestum. Ni siquiera recuerdo pájaros cantando allí, ni chozas, ni árabes soeces molestando, están tan solitarias y tan en silencio como quedaron cuando partieron los últimos palmiranos y dejaron la ciudad de Zenobia a merced del silencio y el deterioro; -la caída de pilar tras pilar ha sido la única nota del tiempo allí, durante siglos-. Uno no puede ocuparse en mezquinos detalles arquitectónicos de Palmira –con la explanada del templo que podía comentar- sin solamente admirarla al amanecer, al atardecer, en el brillo de la mañana o en la calma de la tarde, errando entre esas columnas tan elegantes en sí mismas, tan maravillosas en su hermanada armonía. Pensé que nunca había visto tanta hermosura –tanta horrible hermosura-. Porque es hermosa, pero también horrible, al tiempo que casi sientes como si Palmira fuera una mujer y estás ante su cuerpo, silencioso en la muerte, pero con una sonrisa esbozándose en sus labios”.

El de Keating Kelly resulta incluso más fantasioso, pero no deja de ser igualmente bello:
“Había contemplado las ruinas de Palmira a todas las horas del día, y deseaba visitarlas una vez por la noche, antes de abandonarlas para siempre. La mente se llena de emociones indefinibles vagando solo a través de la ciudad muerta, cuando las incontables estrellas relucen en el cielo, y la luna arroja su pálido brillo sobre las innumerables columnas, templos, palacios y pórticos, arcos triunfales y moldea los sepulcros. Estirado en la tierra, todavía caliente por los rayos del sol, con mi cabeza reclinada sobre un fragmento de columna, escuché el susurro de las palmeras mecidas por el viento, los cánticos de los pájaros de noche que construyen sus nidos en el follaje de los capiteles y el rumor del agua que fluía a mis pies; entonces pensé que podía escuchar el débil sonido de las voces perdidas en el espacio, y susurros misteriosos, extraños, suspiros y gemidos. Mis ojos vagaban de forma indiferente sobre las ruinas, con la imaginación moldeando formas fantásticas. Mi mente estaba repleta de un mundo de ideas; las sombras negras de las columnas, extendidas a lo largo de la tierra, me parecían fantasmas que habían llegado a llorar sobre el cuerpo de Palmira”.
Estos son solo dos fragmentos de las muchas líneas que los intrépidos buscadores de los restos de otras civilizaciones dejaron escritas sobre la ciudad caravanera. Un enclave que sigue vivo, a pesar de la guerra, y que en sus dañadas ruinas parece conservar un mensaje de eternidad. Tal y como el conde de Volney, otro de sus ilustres visitantes, dejó escrito en Las ruinas de Palmira o Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios (1791):
“¡Salve, ruinas solitarias, sepulcros sacrosantos, muros silenciosos! ¡Yo os invoco! ¡Sí! ¡Al paso que vuestro aspecto rechaza con terror secreto las miradas del vulgo, mi corazón encuentra al contemplaros, el encanto de los sentimientos profundos y las ideas elevadas! ¡Cuántas útiles lecciones, cuántas reflexiones patéticas o enérgicas ofrecéis al espíritu que os sabe consultar!”.
Autor

Mario Agudo Villanueva, director de Mediterráneo Antiguo y autor de Palmira, La ciudad reencontrada (Confluencias, 2016) de cuyo contenido se han extraído estas líneas. Un libro que recorre la historia de la ciudad en tres momentos: su pasado más remoto, desde la fecha de su incierta fundación hasta la caída de Zenobia; su redescubrimiento por parte de los viajeros occidentales que dieron testimonio de sus ruinas y destrucción parcial durante la guerra siria, a partir del año 2015. Un emotivo recorrido con prólogo de Maamoun Abdulkarim, director general de Antigüedades y Museos de Siria (DGAM).