El progreso y el orden natural de las cosas

Hubo un tiempo remoto en el que no existían las razas mortales. Cuando llegó el momento destinado a su generación, los dioses las forjaron con tierra y fuego, pero antes de que vieran la luz, encargaron a dos titanes, Prometeo –el que piensa antes de actuar- y Epimeteo –el que piensa después de actuar-, que se ocuparan de distribuir las capacidades más adecuadas entre todos ellos garantizando la armonía entre las especies. Fue Epimeteo el encargado de acometer la laboriosa empresa después de convencer a Prometeo de que sería capaz de ello. El titán se esforzó para que todas las especies estuvieran equilibradas y ninguna pudiera imponerse sobre la otra, pero cuando Prometeo revisó el trabajo, se dio cuenta de que su hermano no había reservado ninguna capacidad para los hombres.

De forma apresurada, Prometeo roba la técnica de usar el fuego a Hefesto y la sabiduría a Atenea, pero no puede conseguir el saber político, protegido por Zeus. Con el fuego y el conocimiento, los hombres logran subsistir, pero cuando, acechados por las fieras, se reúnen para vivir en ciudades, comienzan a matarse entre ellos. Zeus, preocupado por el futuro de la especie humana, pide a Hermes que reparta sentido moral o dignidad (Αἰδώς) y justicia (Δίκη) entre todos los hombres. Este le interroga que en qué proporción, a lo que el señor de los cielos responde: “A todos, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad”.

Este bello relato mítico, transmitido por Platón en el Protágoras (320d-322d), ejemplifica el delicado equilibrio en el que se desenvuelve la existencia humana. Conocimiento, fuego y civilización constituyen los pilares de nuestra aventura en la tierra. Pero esta evocadora historia encierra un drama decisivo. Ninguno de los tres fundamentos son propios del hombre. Pertenecen a la esfera divina y, por tanto, su uso está sujeto a los límites impuestos por los dioses. El primero en ser consciente de ello fue el desdichado Prometeo, condenado cruelmente por Zeus por haber dotado al ser humano de capacidades que no habían sido concebidas para él. Cualquiera que haciendo uso del ingenio ose contravenir el orden divino es penalizado sin compasión. Sísifo, que intentó esquivar el destino mortal de los humanos, fue también castigado para la eternidad.

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Portada del libro de Adrienne Mayor

El orden natural de las cosas, establecido por los dioses, es un referente estable ante la incertidumbre que nos envuelve. Que el sol salga cada mañana, que la luna crezca y decrezca con su pausado ritmo, que las estaciones se sucedan durante el año, que la tierra de sus frutos… Son acontecimientos que hacen posible nuestra existencia y que se producen de forma inexorable por una ley divina que, a juicio de los griegos, podría alterarse de forma caprichosa si se contravenía la voluntad de los dioses. Cualquier elemento que pueda subvertir este frágil equilibrio, por mínimo que sea, debe ser erradicado de inmediato. Hasta tal punto era importante este concepto que los griegos desarrollaron la terrible figura de las Erinias para garantizar que el orden no era transgredido. Son ellas las que hacen callar a los caballos de Aquiles en la Odisea porque, como es natural, no es normal que un animal hable. También son ellas las encargadas de castigar los crímenes en el seno familiar o del clan, como queda patente en la tragedia de Orestes.

Pero he aquí una contradicción: el orden natural de las cosas se ve retado por un impulso irrefrenable del hombre que, en último término, tiene su origen en una de esas capacidades «heredadas» de los dioses. Un impulso que nace de su conocimiento: el progreso. El oficio de artesano desempeña, en este remoto momento de nuestra historia, un papel decisivo. Los artesanos son capaces de modelar la naturaleza, de transformar el medio para crear, para producir avances que faciliten o mejoren nuestra existencia. Conocimiento, creación y progreso se unen en la praxis. Por ello Dédalo, el mítico constructor, es capaz de concebir estatuas vivientes. Por ello se siente capaz de idear un ingenio que permita al hombre volar, aunque sea fugazmente. Desde aquellas audaces empresas, el ser humano ha retado continuamente el orden natural de las cosas hasta llegar a plantearse un tabú, lejos de nuestro alcance: la inmortalidad. Pero nuevamente el papel censor de los dioses acaba poniendo freno a nuestro delirio, penalizando a todo aquel que osa traspasar las barreras del tiempo, como en el caso de Titono, el amante de Eos, la aurora de rosáceos dedos, condenado a vivir eternamente en un estado casi vegetativo.

Sin embargo, el impulso creativo del ser humano es irreductible. La imaginación lleva al hombre griego a concebir criaturas como Talos, el autómata de bronce que custodiaba la isla de Creta en el mito de Jasón y los argonautas, una especie de robot de tiempos remotos, pero cuya inmortalidad estaba supeditada, como siempre, a un punto débil, que la astuta Medea es capaz de aprovechar para acabar con él. La propia Medea es, con sus artes mágicas, otra transgesora del orden natural, puesto que con sus pócimas trata de hacer invencible a Jasón y de resucitar y rejuvenecer a Esón.

Los mitos están jalonados de esta pugna entre el orden divino y el impulso de progreso. Sus protagonistas se debaten en un reto eterno que todavía hoy, en pleno siglo XXI, se nos plantea, ahora en forma de dilema ético, a la hora de abordar determinados avances tecnológicos. De ello trata el formidable libro de Adrienne Mayor Dioses y robots. Mitos, máquinas y sueños tecnológicos en la Antigüedad, editado en castellano por Desperta Ferro en este 2019, una obra que va mucho más allá de lo que parece prometer su título, para sumergirnos en ese fabuloso mundo en el que el mito adquiere una vigencia universal por abordar nuestra complicada naturaleza humana.

Autor

Mario Agudo Villanueva