Los espartanos son, probablemente, los griegos de más renombre en la actualidad. El cine y la literatura han creado un mito contemporáneo que, sin embargo, tiene sus raíces en la misma Antigüedad, en la que leyenda e historia se iban tejiendo a la par. Conviene, por tanto, profundizar en el sentido real de Esparta, su papel en la historia de Grecia y, sobre todo, en la deconstrucción de ese mito a través de lo que nos dicen las fuentes y la arqueología. Acudimos para ello a César Fornis, Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Sevilla, autor de dos libros importantes sobre la materia: Esparta. La historia, el cosmos y la leyenda de los antiguos espartanos, Colección Historia y Geografía (Sevilla, 2016) y El mito de Esparta, Alianza Editorial (Madrid, 2019), del cual avanzamos una reseña que podéis leer en esta misma web.
Pregunta – Esparta ha pasado a la posteridad como una sociedad de guerreros, pero uno de los primeros testimonios que tenemos de un espartano, al menos de adopción, es el poeta Tirteo. Háblenos de su figura y de su influencia en Esparta.
Respuesta – Efectivamente Esparta ha pasado a la posteridad como una sociedad consagrada a la guerra, brutal, cerrada al exterior (incluso xenófoba) y estéril culturalmente, con un rechazo por las letras y las artes. Tal imagen negativa, que coexiste con otra positiva que destaca su amor por la libertad y su entrega a la política (en su acepción original de «las cosas de la polis», esto es, los asuntos públicos, principal deber del ciudadano), es producto en no escasa medida de la hostil propaganda ateniense del período de la guerra del Peloponeso y del siglo IV. En la época arcaica (siglos VIII-VI) Esparta fue un centro cultural de primer orden, abierto al exterior, donde cantan excelentes poetas y trabajan reputados artistas (arquitectos, escultores, ceramistas, etc.). Es el momento en que florece Tirteo (mediados del s. VII), gran poeta lírico de contenidos épicos que se erige en portavoz de la clase dirigente espartiata en su objetivo de insuflar coraje y ardor guerrero en la titánica lucha por esclavizar a los mesenios (convertidos en hilotas) y apoderarse de sus fértiles campos. En sus enardecidos versos el bien común se impone a todo atisbo de individualidad, porque lo que importa es la gloria del Estado y no la gloria personal (como sucedía en el combate de tipo homérico o en los agones panhelénicos). En la Atenas del siglo IV se inventará una tradición que hacía de Tirteo un ateniense, un maestro de escuela «prestado» a los espartanos para derrotar a los mesenios; con la reivindicación de la autoctonía ateniense, se despojaba al tradicional «enemigo» del que, junto a Alcmán, fuera uno de sus buques insignia culturales. El mensaje es claro: la yerma Esparta jamás habría podido producir semejante poeta.

La imagen negativa de los espartanos, como personas de una cultura estéril, es fruto, en gran medida, de la propaganda ateniense.
P. – Sobre la formación de los jóvenes espartanos se han propagado muchos tópicos ¿qué diferencias encontramos entre el adiestramiento de los efebos lacedemonios y el del resto de poleis griegas?
R. – En Esparta encontramos la primera educación pública de la historia, es el Estado quien asume tan importante empresa, mientras que en el resto de Grecia la educación es algo privado y que depende de los recursos e intereses de cada familia. Ocurre además que la agogé o sistema educativo espartano no tenía los mismos presupuestos y objetivos que la tradicional paideía griega y, por tanto, no alentaba a cultivar actividades intelectuales. Era más una forma de socialización. Su misión primordial era inculcar en los jóvenes espartiatas la idea de que todo esfuerzo personal debe ir encaminado al bienestar de la comunidad, de que deben ser como las abejas, siempre juntas y alrededor de sus jefes, según la metáfora plutarquea. Desde los siete años se enseñaba al niño a leer y escribir, aritmética elemental, expresión oral y algo de música, danza y poesía, básicamente lo mismo que los escolares atenienses; sin embargo, aprendían a expresarse con parquedad, con pocas palabras, pero llenas de sentido (aún hoy llamamos a esto «hablar lacónicamente»), porque desde su óptica la retórica, el arte de la palabra, tan esencial en el régimen democrático, tiende a disfrazar la verdad y oscurecer los hechos. Si Atenas era la ciudad de la palabra, Esparta era la ciudad de los hechos. A partir de la adolescencia el entrenamiento deportivo y paramilitar desplazaba por completo a la enseñanza de las letras (aunque no a la música y la danza, beneficiosas por sus aplicaciones religiosas y bélicas) y se fomentaba el establecimiento de vínculos con adultos con plena capacidad política (que cristalizaba en la mayoría de los casos en una relación de tipo homoerótico, por más que las fuentes insistan en la castidad de la misma); el adulto asumía la potestad moral de guía y conductor del joven en su aprendizaje de los valores inherentes a la ciudadanía.

Cabe destacar asimismo que, aun sin la sistematización de los varones, las niñas también recibían una educación cívica en el marco de los coros y danzas y además practicaban deporte (algo insólito en un mundo griego en el que el espacio de la mujer era el gineceo) con una finalidad eugenésica: Critias, Jenofonte y Plutarco enfatizan que robustecer el cuerpo femenino sirve para prepararlo para que el semen del hombre arraigue, el parto sea menos doloroso y se engendren hijos sanos y fuertes.
En Esparta encontramos la primera educación pública de la historia, es el Estado quien asume tan importante empresa, mientras que en el resto de Grecia la educación es algo privado y que depende de los recursos e intereses de cada familia
P.- Háblenos ahora de la Diarquía de Esparta ¿por qué en Esparta existe este sistema de gobierno y qué ventajas le ofrecía respecto a otros sistemas helenos?
R. – La basileía o realeza es una institución propia del mundo micénico, pero extraña en la Grecia de las póleis, de las ciudades estado autogobernadas por sus propios ciudadanos (por lo menos hasta la emergencia de Macedonia a mediados del siglo IV, que dio paso a las monarquías helenísticas). En Esparta no desaparece, sino que es preservada, si bien con notables limitaciones a su poder, antaño absoluto. Este vestigio institucional del pasado es distintivo del carácter conservador, arcaizante y profundamente religioso del pueblo espartano. Aún más extraño es que se trate de una diarquía y no de una monarquía, hereditaria dentro de las dos familias reales, los Agíadas y los Euripóntidas, descendientes respectivamente de los epónimos Agis y Euriponte, ambos del linaje de Heracles y, por extensión, del mismo Zeus. Aunque en sí este hecho no la convertía en una realeza de carácter divino, con un poder emanado directamente de los dioses, sí le confería chárisma, es decir, gracia o don especial de derivación divina que la convertía de algún modo en mediadora entre la comunidad y las divinidades, interactuando entre ambos, y reforzando de paso el principio de transmisión hereditaria. En época arcaica y clásica los reyes eran fundamentalmente jefes militares, «guías» (archegétai) del pueblo en armas, aunque también tenían potestades religiosas, como hacer sacrificios y consultar al oráculo de Delfos. Pero era a su muerte cuando los diarcas adquirían su verdadera condición al ser heroizados y recibir culto como héroes.

Ignoramos el origen de la diarquía, aunque se han apuntado distintas hipótesis, ninguna con argumentos sólidos (preeminencia de dos familias en el momento del sinecismo que vio nacer la ciudad, o el resultado de dos oleadas migratorias, o del gobierno de dos hermanos gemelos, o que prístinamente un rey cumpliera una función militar y el otro una función cívica). En cualquier caso, la diarquía no fue un sistema de gobierno en sí mismo, sino uno de los tres componentes fundamentales que hacían de la espartana una politeía (ordenamiento constitucional) modélica y perfecta; encarnaba el elemento monárquico, mientras la Gerousía o Consejo de ancianos era el aristocrático y la Apélla o Asamblea el democrático. Los tres se combinaban de manera armónica para que ninguno predominase sobre los demás y rigiera la armonía y la concordia interna. Como consecuencia, Esparta no habría padecido disturbios intestinos ni había sufrido la tiranía, lo que había favorecido una política exterior ambiciosa, hegemónica. Naturalmente se trata de un constructo acuñado por el pensamiento político heleno desde finales del s. V y sistematizado por Polibio en el s. II que intentaba explicar la longevidad y estabilidad del régimen lacedemonio, que en la práctica era una oligarquía férrea y exclusivista (como lo fueron Cartago o Roma, otros ejemplos de «Constituciones mixtas» que explicaban sus respectivos imperios).
El epitafio encargado por la anfictionía délfica al poeta Simónides de Ceos («Extranjero, ve y di a los lacedemonios que aquí yacemos por haber obedecido sus órdenes») consagra la ideología espartana cimentada en el ciudadano-soldado y, por extensión, es un magnífico ejemplo de aquello que debe hacer un militar: cumplir las órdenes hasta el final (de hecho, una versión traducida al alemán se transmitió a los últimos defensores de Stalingrado).
P.- Vamos ahora con el famoso episodio de los 300, que ha encumbrado tanto a los espartanos como a Leónidas ¿qué hay de mito y qué de realidad en este acontecimiento histórico?
R. – Sin duda nos encontramos ante un acontecimiento histórico elevado a la categoría de mito. Y lo que es más importante, siendo una derrota. Cuenta el biógrafo del gran pintor Jacques-Louis David que, apenas iniciado su famoso cuadro Leónidas en las Termópilas (hoy en el Louvre), el recién autocoronado Napoleón le preguntó por qué perder tiempo y esfuerzo representando a «un puñado de perdedores»; en 1815, cercana la derrota definitiva, quizá acabara por sentirse identificado, ya que solicitó copias para que colgaran en todas las escuelas militares francesas. Desde muy pronto la gloriosa defensa espartana de las Termópilas fue institucionalizada en la memoria colectiva del pueblo griego; la propaganda espartana tuvo sin duda mucho que ver, posiblemente como maniobra de distracción que escondiera el fracaso real en la protección del estratégico paso montañoso. Aún hoy la historiografía moderna se sigue preguntando si las acciones del rey agíada respondían a una estrategia, a un plan viable de defensa del desfiladero, o si se embarcó voluntariamente en una misión suicida que reforzara la maltrecha moral griega y que de paso cumpliera el oráculo délfico (que para algunos estudiosos sería auténtico) que predecía que «o bien la poderosa y eximia ciudad de Esparta sería asolada por los descendientes de Perseo, o bien lloraría la muerte de un rey de la estirpe de Heracles»; entre los que piensan esto último, hay incluso quien lo ha comparado con los kamikazes japoneses de la II Guerra Mundial. Desde una óptica militar se ha argumentado que un repliegue total de los griegos era imposible, pues la caballería y las tropas ligeras persas les habrían dado alcance y, aprovechando el desorden, los habrían exterminado fácilmente; de ahí que fuera lógico que los espartanos, los guerreros más enérgicos y preparados, formaran el núcleo de la retaguardia que entretuvo a los persas mientras los demás escapaban. Según otra teoría ampliamente difundida, tan desesperada resistencia solo se explica por la necesidad de conceder tiempo para que la flota griega derrotara a la persa en Artemisio, al norte de la isla de Eubea; en contra de esta idea cabría señalar que la pérdida del desfiladero restó todo valor estratégico a la victoria en Artemisio y la armada griega hubo finalmente de retirarse a Salamina, en el golfo Sarónico. Sea como fuere, el epitafio encargado por la anfictionía délfica al poeta Simónides de Ceos («Extranjero, ve y di a los lacedemonios que aquí yacemos por haber obedecido sus órdenes») consagra la ideología espartana cimentada en el ciudadano-soldado y, por extensión, es un magnífico ejemplo de aquello que debe hacer un militar: cumplir las órdenes hasta el final (de hecho, una versión traducida al alemán se transmitió a los últimos defensores de Stalingrado).

Desde muy pronto la gloriosa defensa espartana de las Termópilas fue institucionalizada en la memoria colectiva del pueblo griego; la propaganda espartana tuvo sin duda mucho que ver, posiblemente como maniobra de distracción que escondiera el fracaso real en la protección del estratégico paso montañoso.
P. – Revisemos ahora las creencias religiosas. Si bien los espartanos son fieles al panteón griego, hay ciertas divinidades con más peso, por ejemplo los Dioscuros. Háblenos de esta pareja y de las razones del arraigo de su culto en Esparta.
R. – Heródoto se refiere a los espartanos como «los más piadosos de los hombres». Ciertamente en el marco de la ecúmene los espartanos eran conocidos por sus escrúpulos religiosos, manifestados ante todo en un respeto inusitado hacia los oráculos, predicciones mánticas e interpretación de todo tipo de signos (sacrificios, seísmos, etc.), que en ocasiones llegaban incluso a condicionar su actuación política y militar y que han animado el debate en la historiografía moderna entre quienes se muestran escépticos y buscan otras explicaciones para tales comportamientos (normalmente de índole geoestratégica) y quienes creen realmente que su fervor religioso rozaba la irracionalidad. La suya era una religión griega con algunas singularidades. Entre los elementos más idiosincráticos está la vigencia y la fuerza que tenían los ritos de iniciación, particularmente los de transición a la edad adulta, y las potentes raíces que tenía el culto heroico (más revestido de elementos patrióticos y más integrado en las estructuras políadas que en otros lugares de Grecia), ya sea a figuras claramente míticas (en general relacionadas con la guerra de Troya: Menelao, Helena, Agamenón, Clitemnestra, Casandra, Aquiles), pseudohistóricas (Licurgo, Quilón) o históricas (Leónidas, Alfeo y Marón por la valentía demostrada en las Termópilas, Hipóstenes y Cinisca por sus victorias olímpicas). De lo que no existe constancia más que en Esparta es de un culto a los pathémata, las pasiones o estados de ánimo del ser humano: el Miedo, la Risa, el Pudor, el Amor, el Hambre, la Muerte o el Sueño; los espartanos debían aprender a vivir en armonía con estos pathémata si se pretendía alcanzar el «buen orden» (eúkosmon) y la «felicidad» (eudaimonía), lo que de hecho significa dominar sus emociones, ejercer un autocontrol (enkráteia), algo que en los momentos previos a entrar en combate podía resultar especialmente beneficioso.

En cuanto al papel de los Dióscuros o gemelos divinos, Cástor y Polideuces (más conocido éste por el nombre romano de Pólux), ejercían de divinidades tutelares de Esparta (ya aparecen así en la Ilíada) y, con su epifanía o manifestación, la protegieron en momentos de peligro. Se identifican particularmente con los reyes en campaña, a los cuales acompañaba el símbolo de los Dióscuros, el dókana, dos vigas de madera unidas por un travesaño. En Laconia los gemelos divinos también son conocidos por el sobrenombre de Tindáridas, que hace referencia a Tindáreo, su padre humano, casado con Leda, hija del rey etolio Testio, de la que habría tenido también dos hijas, Clitemnestra y Helena, ambas también Tindáridas obviamente, la primera de las cuales contrae matrimonio con Agamenón, rey de Micenas y de Argos, en tanto que la segunda lo hace con Menelao de Esparta y se convertirá en la «responsable» homérica de la guerra de Troya. Pero, en una doble filiación, los Dióscuros son por excelencia y como indica su nombre, «hijos de Zeus» (Diòs koûroi), quien se habría metamorfoseado en cisne para yacer con Leda. Criados en Esparta, donde Tindáreo había alcanzado el trono con ayuda de Heracles, los gemelos descollaban entre los jóvenes por su belleza; Cástor era además un excelente domador de caballos y Pólux un consumado pugilista. La leyenda de los Tindáridas entronca a su vez con la de los Heraclidas, pues fue Heracles quien ayudó a Tindáreo y a su linaje a recuperar la basileía, la dignidad real, sustraída a los Hipocoóntidas.
En el marco de la ecúmene los espartanos eran conocidos por sus escrúpulos religiosos, manifestados ante todo en un respeto inusitado hacia los oráculos, predicciones mánticas e interpretación de todo tipo de signos (sacrificios, seísmos, etc.), que en ocasiones llegaban incluso a condicionar su actuación política y militar y que han animado el debate en la historiografía moderna entre quienes se muestran escépticos y buscan otras explicaciones para tales comportamientos (normalmente de índole geoestratégica) y quienes creen realmente que su fervor religioso rozaba la irracionalidad.
El culto a los Dióscuros en Laconia tenía un contenido claramente ctónico, según atestiguan tanto Alcmán y Píndaro como los relieves heroicos que los representan desnudos, armados y asociados a una iconografía del mundo subterráneo como la serpiente, el huevo o el loto. Pefno, un islote en la costa occidental de Laconia, pasaba por ser su lugar de nacimiento y allí tendrían su santuario de más renombre, si bien otra tradición que se remonta a dos himnos homéricos sitúa su alumbramiento en las cumbres del Taigeto, el macizo montañoso que separaba Laconia de Mesenia. Cástor, en concreto, tenía su tumba en Esparta, que recordaba su condición de mortal (a diferencia de su hermano), sobre la cual se habría construido cuarenta años después de su muerte el herôon que rendía honores divinos a ambos gemelos; Polideuces, por su parte, tenía en Terapne un santuario y una fuente llamada Polideucea, mientras que no lejos de allí, integrado en el Febeo, los hermanos tenían un templo más donde los efebos hacían sacrificios antes de luchar enconadamente en el gimnasio de Platanistas.
Los Dióscuros aparecen vinculados también a las Leucípides, las hijas de Leucipo, un hermano de Tindáreo, que tenían su propio santuario en Esparta. La leyenda dice que los gemelos raptaron y luego desposaron a sus primas, en detrimento de los hijos de Afareo, el heredero al trono de Mesenia, que con su muerte dejan éste vacante, de tal manera que se justifica el dominio espartiata sobre el territorio vecino. El culto a las Leucípides en Esparta se relaciona con ritos iniciáticos de doncellas núbiles. Parthénoi (vírgenes) era las dos sacerdotisas a su servicio, asimismo llamadas Leucípides, que cada año tejían un chitón o manto para ofrecérselo a Apolo Amicleo, presumiblemente durante las fiestas Jacintias, en una ceremonia que recuerda el ofrecimiento del peplo a Atenea por las doncellas atenienses durante las Panateneas.
P. – Una figura brilla en el siglo V a.C. en Esparta, la de Brásidas, célebre por sus campañas en el norte ¿qué sabemos de este personaje?
R. – El enorme esfuerzo bélico que supuso la Guerra del Peloponeso obligó a Esparta a utilizar comandantes militares que no pertenecían a las dos casas reales. Los más célebres fueron Brásidas y Lisandro. Brásidas se distinguió especialmente durante la primera parte del conflicto (la llamada Guerra Arquidámica), no solo por su indiscutible valor, sino también por su diplomacia, por saber ganarse a las poblaciones sometidas al imperio ateniense («orador nada malo, para ser espartano», sentencia Tucídides). Sus campañas en la Calcídica tracia, región geoestratégica vital para Atenas, cambiaron el signo de la guerra y condujeron a la Paz de Nicias. Y lo más destacable es que no lideró para la ocasión a selectos y aguerridos espartiatas, sino a hilotas armados como hoplitas (hecho insólito, por la amenaza potencial que entrañaba para el orden establecido), además de mercenarios. Según Tucídides, la oligarquía espartana sentía una mezcla de recelo y envidia de su fama y por eso le entregó esclavos en lugar de espartiatas. En su honestidad, Tucídides no resta méritos a sus logros, pese a que la conquista de Anfípolis por Brásidas significara el exilio del historiador ateniense, a la sazón estratego de la flota encargada de socorrer a la ciudad. Los hilotas que sirvieron bajo su mando, conocidos como «brasideos», recibieron la libertad (que no la ciudadanía) y Brásidas, que cayó en combate durante el intento ateniense por recuperar Anfípolis, fue heroizado por las poblaciones tracias. En Esparta se le erigió un cenotafio que durante el imperio romano era mostrado, junto a la tumba de Leónidas y otros héroes espartanos, a los turistas que acudían a visitar la vieja ciudad del Eurotas, en lo que se ha definido como un «parque temático» de una rica y legendaria historia forjada en los campos de batalla.

P.- Esparta, como toda Grecia, se desangra en la Guerra del Peloponeso ¿Coincide en señalar, como lo hace Justino, que «mientras cada uno de los estados griegos deseaba ostentar la hegemonía, todos perdieron su soberanía» (JUS, VIII, 1)?
R.- Es un topos literario de las fuentes clásicas que los griegos no supieron unirse, frente a unos romanos que fueron capaces de integrar a los pueblos que sometían conforme construían su imperio (en situación de dependencia o inferioridad, bien es cierto). En parte es un alegato un tanto injusto, puesto que el concepto griego de ciudadanía difería grandemente del romano. El panhelenismo no fue sino una entelequia, un artificio retórico que, en la práctica, escondía el más crudo imperialismo. «Todos los griegos unidos, pero bajo mi mando», podría ser el eslogan abanderado por atenienses, espartanos, tebanos y, finalmente, macedonios. Es así como Agesilao II, el poderoso rey espartano, es representado por Jenofonte derramando lágrimas por la preciosa sangre griega vertida en la Guerra de Corinto, cuando tan necesaria hubiera sido en la lucha contra el persa; no por casualidad Agesilao, que se veía como un nuevo Agamenón (con sacrificio en Áulide incluido), llevó a cabo una exitosa campaña contra el «bárbaro» medio siglo antes que Alejandro (un lejano y modesto precedente), interrumpida por el estallido de un nuevo conflicto entre griegos. Pero estos altos ideales del rey de liberar a los griegos de Asia Menor del yugo persa se vieron enturbiados porque, unos años antes, los espartanos habían pactado con el Gran Rey y, a cambio del oro persa que pagó la flota que derrotó a Atenas en la Guerra del Peloponeso, habían reconocido su soberanía sobre el Asia Menor; los espartanos entonces «medizaron», reprocharán los moralizantes autores griegos, y los persas obtuvieron con dinero lo que no pudieron por la fuerza en las Guerras Médicas. Los espartanos volvieron a hacerlo en 386, aceptando de nuevo la ayuda económica persa para cerrar con triunfo la Guerra de Corinto. La libertad de los griegos minorasiáticos se había tornado en moneda de cambio. Alejandro Magno acabó por «liberarlos», eso sí, dejando una guarnición que asegurara su lealtad y tutelando sus gobiernos.

P.- Filipo de Macedonia trató de reducir la influencia de Esparta, una política que mantendría su hijo Alejandro. De hecho, Esparta no se integró en la Liga de Corinto ¿cómo fue capaz la ciudad lacedemonia de mantener este grado de independencia?
R.- Por más que los apotegmas lacedemonios recopilados por Plutarco ilustren la disposición de éstos a resistir hasta el final ante el nuevo dueño de Grecia, debemos ser sinceros y reconocer que a Filipo II no le interesó conquistar una ciudad que, recordemos, estaba sin amurallar, según la máxima lacedemonia de que «los hombres de Esparta son sus murallas». Como Epaminondas en el pasado, el rey macedonio no quiso o no necesitó hacerlo, pero sí la privó de buena parte de su territorio, repartido entre sus vecinos y enemigos (Argos, Mesenia, Tegea y Megalópolis). Estas regiones desgajadas de Laconia configuraron una suerte de cinturón de seguridad o cordón sanitario en torno a Esparta, de tal modo que Grecia se hacía inaccesible para los espartanos.
Es un topos literario de las fuentes clásicas que los griegos no supieron unirse, frente a unos romanos que fueron capaces de integrar a los pueblos que sometían conforme construían su imperio (en situación de dependencia o inferioridad, bien es cierto).
Pasada la invasión, Esparta permanece aislada políticamente, sin reconocer la hegemonía macedonia y sin renunciar jurídicamente a los territorios amputados, Mesenia incluida, siendo el único estado que no se adhirió a la liga de Corinto fundada por Filipo, con el argumento de que era servidumbre y no paz lo que se les ofrecía; algo semejante contestarían a su sucesor Alejandro acerca de su ambicioso proyecto asiático, que «sus tradiciones no les permitían seguir a otros, sino conducirlos». De ese aislacionismo nos habla igualmente la inscripción que acompañaba el envío que hizo el Magno a Atenas de trescientas panoplias para ser ofrendadas a Atenea en conmemoración de la batalla de Gránico, en la que se excluía expresamente a los espartanos de esta «hazaña panhelénica» y quizá, si el número de armaduras fue una elección calculada, se les incordiaba recordándoles la total implicación de Leónidas y sus trescientos en la lucha contra el persa. Ni padre ni hijo necesitaron de los espartanos.

Esparta abandonaría temporalmente su situación de aislamiento cuando el rey Agis III aprovechó la campaña asiática de Alejandro para liderar en 333 un intento de revuelta en el Peloponeso contra Antípatro, a quien el monarca macedonio había dejado al cuidado de los asuntos griegos, pero éste se impuso sin dificultad en el decisivo y desigual enfrentamiento que tuvo lugar cerca de Megalópolis, donde la coalición peloponésica fue derrotada y el propio Agis perdió la vida.
P.- El mito de Esparta parece fraguarse en el pasado. Podríamos decir que historia y mito se van tejiendo al mismo tiempo ¿qué hace que Esparta haya mantenido ese halo mítico hasta la actualidad?
R.- Sin duda el caso de Esparta constituye un ejemplo perfecto de imbricación de mito e historia, a lo que ha contribuido, por un lado, el proverbial hermetismo espartano y la fuerte pervivencia de la tradición oral en una sociedad que muestra renuencia ante la escritura y, por otro, que no se hayan conservado fuentes espartanas (tan solo fragmentos de la poesía de Tirteo y Alcmán), con lo que han sido extraños a su cultura los que han hablado de ella, distorsionando, sublimando, denostando y en ocasiones incluso inventando (es lo que hace casi un siglo François Ollier atinadamente bautizó como mirage o espejismo espartiata). En efecto, no ha habido en la Antigüedad, en toda la historia de la humanidad me atrevería a decir, paradigma tan poderoso, tan intenso y, sobre todo, tan perdurable como el de Esparta, al menos colectivamente, como ciudad y como pueblo (en la categoría individual sería difícil quitar la primacía a Alejandro Magno). A lo largo del pensamiento y la cultura occidental la percepción de Esparta fue a menudo la de una sociedad modélica, con un ordenamiento político perfecto y fuente de inspiración incluso para la construcción de utopías, mientras los espartiatas (los espartanos de pleno derecho) eran considerados unos ciudadanos modélicos y virtuosos, entregados por entero a los asuntos públicos (y no solo la guerra, como se tiende a creer); se potenciaba la idea de igualdad entre ellos (es lo que significa hómoioi, «iguales» o «semejantes»), sin reparar en que hubiera unos más iguales que otros, como diría George Orwell. También era de suma importancia para las clases gobernantes y cultivadas que el espartano encarnara el orden y la disciplina, oponiéndose a la «volubilidad y la ignorancia del pueblo» y a la «anarquía» que, hasta bien entrado el siglo XIX, se identificaban con la democracia ateniense. Personificaba asimismo al hombre libre par excellence, honesto, austero en hábitos y en palabras (tal y como denotan aún hoy, en castellano y en otras lenguas, los adjetivos «espartano» y «lacónico»), adornado solo con virtudes: frente a lo superfluo y artificioso, el espartiata encarnaba lo esencial, frente a lo aparente, lo auténtico. Y desde la altruista y heroica muerte de Leónidas y sus trescientos elegidos en las Termópilas, Esparta quedó asociada para siempre también al patriotismo y la lucha por la libertad. Esparta fue sucesivamente modelo de conducta, de virtud, de patriotismo y de sabiduría arcaica para: corrientes filosóficas helenísticas, el imperio romano, el humanismo renacentista, utópicos y republicanos de los siglos XVI y XVII, ilustrados, jacobinos franceses y napolitanos; tras la Revolución Francesa el mito espartano se desinfló temporalmente, pero reverdeció con enorme fuerza con el nazismo, que exacerbó una determinada imagen de Esparta, la del militarismo y el Estado racial, convirtiéndola en un Estado totalitario (término obviamente inapropiado, por anacrónico y porque en Esparta el Estado no controlaba por completo la vida de sus ciudadanos).

En nuestros días el mito espartano se encuentra bastante diluido en medios académicos, tras la minuciosa labor de desmontar y/o desvelar las bases sobre las que se cimentaba, pero pervive con inusitada fuerza en la cultura popular (cine, televisión, cómic, novela histórica, divulgación científica y hasta videoclips y memes). Son en gran medida estos medios los responsables de la idea que sobre los espartanos tiene la gente común, la de la calle, la de que eran unos guerreros feroces e irreductibles, un tanto toscos y salvajes pero nobles y, por encima de todo, libres.
Autor
Mario Agudo Villanueva