Πλατεία Συντάγματος, Atenas, mayo del año 2010. El simbólico centro de la capital helena, la plaza Sintagma (Constitución), se convertía en el epicentro de un terremoto de indignación que sacudió toda Grecia y buena parte de Europa. La rabia se había apoderado de forma definitiva de un pueblo que asistía impotente a las exigencias de sus acreedores internacionales, hastiado de la corrupción política endémica del país y ante un panorama desalentador. La crisis de la deuda griega, como pasaría a llamarse tan nefasta efeméride, se tradujo en un rescate financiero por el que la Troika –organización formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional- impuso unas condiciones atroces a la ya castigada población helena. En la práctica, la soberanía nacional se había diluido. El gobierno griego pasaba a convertirse desde entonces en un títere a las órdenes de los poderes económicos. Algunos lo veían solo como un problema griego, pero otros considerábamos que aquello era un aviso para navegantes.


Las decisiones que iban a condicionar de manera determinante el futuro de los griegos, y del resto de europeos, no se tomarían a partir de aquel momento en suelo patrio, sino a miles de kilómetros de distancia, en los cómodos y vanguardistas despachos de las instituciones supranacionales bajo los fríos criterios de la rentabilidad financiera y el beneficio económico, tan alejados del valor humano. En contraste, a muy pocos metros del escenario de aquella muestra de agitación política, en lo que hoy es el yacimiento arqueológico del Cerámico, cuenta Tucídides que Pericles utilizó, por vez primera, la palabra democracia en su oración fúnebre por los caídos tras la primera guerra del Peloponeso. Lo hizo frente al Demosion Sema, el cementerio público, allá por el siglo V a.C.:
“Nuestro régimen político (Πολιτεία – politeia) no se propone como modelo las leyes de otros, y nosotros mismos somos ejemplos antes que imitadores. Su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es δημοκρατία (dēmokratía)” (II, 37, 2).

En efecto, la capital del Ática está repleta de restos que permiten que nos remontemos en el tiempo hasta la forma más pura de participación ciudadana que hemos conocido en nuestra historia: la democracia ateniense. Donde algunos no ven más que piedras, otros podemos descubrir algo que trasciende el valor estético o artístico. Esos vestigios, hoy desolados y en ocasiones maltratados, son el testimonio vivo, el legado material, de un pasado en el que se forjaron las bases del pensamiento político occidental.
«Grecia en el aire», película dirigida y producida por Pedro Olalla -adaptación audiovisual del libro del mismo nombre editado por Acantilado (2015)-, nos conduce, de forma documentada, profunda y evocadora, a los escenarios donde se fraguó en la práctica aquel sistema político que solo fue posible gracias a una serie de reformas progresivas iniciadas por Solón y al compromiso de todos los ciudadanos por el bien común. A través de una espléndida fotografía y de un ritmo de exposición que propicia la reflexión, Olalla va desgranando los principales conceptos que jalonaron el surgimiento de la democracia ateniense para sacudir nuestras conciencias. Su inspirador trabajo proporciona todo un abanico de reflexiones sobre la situación política actual a la luz de los principios que cimentaron aquel sistema de participación absolutamente innovador.

Resulta paradójico que el primer gran paso en la consecución de la igualdad política se dio gracias a la supresión de la esclavitud por deudas, decretada por Solón. Se trata de una medida fundamental para evitar conflictos sociales mediante la protección de los más humildes, lo que se conoció como Σεισάχθεια (seisáchtheia). Según el autor de la Constitución de los Atenienses: «la mayoría era esclava de la minoría» (VI, 1). Los atenienses más humildes recuperaban así su dignidad, base para la consecución de otros derechos políticos. Hoy en día, transcurridos más de dos milenios, no somos esclavos literales de nuestras deudas, pero tampoco gozamos de una absoluta libertad.
Las reformas de Solón fueron más allá. Dividió a la población en cuatro grupos en función de sus rentas: los pentakosiomedimnoi, los hippeis, los zeugitai y los thetes. El acceso a las magistraturas se producía por la pertenencia a cada una de estas clases, lo que aseguraba que todas tenían cierta representación, aunque el nivel de porosidad del sistema no era absoluto, suponía un importante paso adelante, puesto que además el viejo Consejo del Areópago perdió atribuciones en beneficio del Consejo de los Cuatrocientos, que se formaba a razón de cien miembros de cada una de las tribus. El sistema de elección de los arcontes también varió, pues cada tribu proponía diez candidatos y entre los cuarenta resultantes, se elegían por sorteo. La máxima preocupación de Solón fue garantizar el equilibrio entre ricos y pobres, lo que queda patente en sus propios versos: «se hacen ricos entregados a acciones injustas […] sin tener miramientos con los bienes sagrados ni públicos, roban en sus acciones de rapiña cada uno por su lado […] Una inevitable herida llegará pronto a toda la ciudad y rápidamente nos llevará a la dolorosa esclavitud que despierta las disensiones internas y la guerra dormida» (3D, Eunomía).

El camino hacia la participación fue largo. Otro personaje se presenta como actor decisivo: Clístenes. Sustituye las cuatro tribus existentes hasta ahora por diez, pero su aportación más lúcida fue aquella que hizo efectivo el principio de ἰσονομία (isonomía), la igualdad de todos ante la ley. Para ello dividió el Ática en 30 demos: diez de la ciudad, diez de la costa y diez del interior. Recibieron el nombre de tritías y cada tribu obtuvo tres por sorteo para que todas tuvieran presencia en cada región, tal y como nos cuenta el autor de la Constitución de los atenienses (XXI, 4). De esta forma, Clístenes asestó un golpe definitivo a la influencia de las familias aristocráticas. Los atenienses dejaron de llamarse por el nombre de su familia y pasaron a ser conocidos por el de su demo. También se creó el Consejo de los Quinientos, formado por 50 miembros elegidos por sorteo entre ciudadanos de más de 30 años de cada una de las diez tribus. Nadie podía ser elegido más de dos veces. De esta manera la representación era proporcional, amplia y aleatoria.
Sin embargo todavía quedaba apuntalar el edificio de la participación. Algo que iba a llegar tras las guerra contra los persas, cuando Efialtes, un personaje menos conocido, acaba de asestar el golpe de gracia al Consejo del Areópago para incrementar el poder del Consejo de los Quinientos y reforzar las atribuciones de los tribunales emanados de la Ήλιαία (Heliea). Llegamos así a Pericles, quien culmina este largo proceso de conquistas políticas y sociales de los ciudadanos atenienses. La soberanía se ejercía a través de la Asamblea de ciudadanos reunida para decidir sobre todos los asuntos que concernían a la ciudad. Todos los que podían asistir al encuentro tenían derecho a proponer, decidir y votar sobre asuntos de legislación, economía, religión y política, tanto interior como exterior, sobre la guerra o sobre la paz. La ciudad no existía sin ciudadanos, porque los ciudadanos eran el Estado mismo.

Para que todo fuera posible fueron garantizándose una serie de logros: la «buena ley» o Εὐνομία (eunomía), gracias a las reformas de Solón; la ἰσονομία (isonomía) o igualdad ante la ley, debida a Clístenes; la igualdad de trato por parte del estado o ισοτομία (isotomía) y la libertad de expresión, ἰσηγορία (isegoría), obtenidas como culminación de esta decisiva contribución del mundo griego a la humanidad. Podemos encontrar lagunas, claro está. Las mujeres estaban privadas de la participación política, al igual que los metecos y los esclavos. Pero la innovación fue de tal calibre, que hasta el mundo surgido tras la Revolución francesa, en 1789, no se volvió a poner sobre la mesa un sistema semejante. Quizás estamos ante una quimera, las democracias parlamentarias, como las actuales, tienen diferencias sustanciales con aquel pionero sistema de gobierno. Entre el Estado y el ciudadano se interponen los partidos políticos, que Simone Weil definió de forma brillante como ese «maravilloso mecanismo en virtud del cual, a todo lo largo y ancho de un país, ni un alma presta atención al esfuerzo de discernir, en cuestiones públicas, el bien, la justicia y la verdad». Por otro lado, las instituciones supranacionales, que asumen cada vez más competencias de gobierno, alejan el foco de la toma de decisiones de los ciudadanos. En un mundo cada vez más global, las decisiones que nos afectan se escapan a nuestro control. Un panorama muy diferente al que el ateniense que se sentaba en la Pnyx, frente a la tribuna de oradores, se encontraba a la hora de tomar parte en las decisiones que afectaban a su comunidad.
Lejos de hablar de democracia, hoy en día tendríamos que hablar de una partidocracia o, incluso, tecnocracia, que aleja a los ciudadanos de la vida política. Surgen así corrientes escépticas, ausentes de compromiso, desafectas, que acercan al individuo al comportamiento del ἰδιώτης (idiota), el que solo se preocupa de lo propio y no de lo público. Así es como los atenienses, orgullosos de su sistema político, llamaban a los que no querían participar de él, lo que acabó con el tiempo en derivar en insulto.
El mérito de la cinta de Olalla reside en que, a través de sus paseos por los vestigios de aquella sociedad griega de los siglos VI y V a.C., es capaz de crear un ambiente sugerente, proclive a la reflexión. Con una exquisita y profunda documentación, se llama a la conciencia el espectador para que asuma su deber como ciudadano, para que despierte del letargo y a partir de la inspiración de aquellas primeras experiencias democráticas se arme de valor para pensar en el futuro. La solución no es fácil. La película no la propone, simplemente expone la actualidad al escrutinio del pasado.
Quizás hoy por hoy no existe una alternativa clara de cambio. La partidocracia está tan arraigada que es difícil plantear cómo salir de la encrucijada, pero lo que no tendríamos que reprocharnos en el futuro es no haber hecho nada por pensar en un escenario que permita que los ciudadanos recuperen realmente su capacidad de influir de manera determinante y constante en los asuntos públicos. La inspiración de aquellos intrépidos atenienses, que pusieron al ser humano en el centro de su reflexión, puede ser una guía para emprender el camino. Olalla llama a la puerta de nuestros más profundos sentimientos como una vez lo hiciera Demóstenes cuando vio peligrar su amado sistema político: «Han sido vendidos nuestros intereses en cada una de las ocasiones propicias que se nos presentaron y vosotros habéis obtenido a cambio el ocio y la tranquilidad; encantados por ellos no estáis irritados con los que os perjudican, pero otros han obtenido las recompensas» (Cuarta Filípica, 54).

Después de ver «Grecia en el aire», o de leer su versión escrita, no podemos sentirnos indiferentes. Olalla nos expone abiertamente ante nuestros principios políticos y sociales, a la necesaria inspiración de los clásicos, que están ahí para responder a las cuestiones que ellos ya se plantearon en sus denodados esfuerzos por escrutar la naturaleza humana. Por eso son clásicos, porque sus planteamientos son resistentes al paso del tiempo y a las modas, no tienen fecha de caducidad porque nos hablan de lo más profundo de nosotros mismos. No son la solución definitiva, pero quizás representan el camino del que no debemos apartarnos. Es necesario rescatar una visión humanística del mundo para afrontar el futuro con renovadas esperanzas. Solo así la desafección se tornará en ilusión, la desidia en participación y el escepticismo en compromiso. Solo así podremos recuperar el ideal de bien común que un día nos reunió para vivir en comunidad. Un ideal cuyo pilar fundamental es el sentido de justicia, la Δικαιοσύνη (dikaiosyne), como definiría Aristóteles en su Retórica: «la virtud mediante la cual todos y cada uno tienen lo suyo, y como manda la ley” (Ret, 2010b, 1366b:37). De ahí la importancia de la «buena ley» a la que nos referíamos líneas arriba.
Vivimos tiempos convulsos, es evidente. Contemplamos con temor la espada de Damocles de la excitación social, ante la posibilidad de que esa indignación encuentre una canalización inadecuada. Ni el populismo, ni las banderas nos ayudarán a encontrar el camino. Esa senda solo nos llevará a la discordia, el sectarismo y el enfrentamiento. Escuchamos continuamente hablar de «renovación democrática», de «devolver las instituciones al pueblo», pero no serán más que palabras vacías si el cambio no se sustenta sobre una base sólida.
El entorno no ayuda. Se ha inoculado en nosotros el germen de la molicie. Se nos impulsa a conseguir el éxito individual, a ser competitivos, a consumir para ser felices. La competencia también existía en la antigua Grecia, el espíritu agonal era una de las señas de identidad del mundo cultural griego, pero no se perdía el sentido de comunidad. El destierro progresivo de las humanidades en los planes de estudio es sintomático. Se diluye nuestra capacidad crítica y se nos despoja de nuestras raíces, con lo que se estrecha la perspectiva de análisis de los problemas del ser humano y sus relaciones hasta arrastrarnos a la más preocupante miopía. En definitiva, vamos en busca de nuestro bien particular en vez del bien común. Un bien común para cuya consecución Solón inició aquellas pioneras reformas y que Pedro Olalla repasa en su magnífica y conmovedora película para movernos a buscar en aquellos tiempos una solución para nuestros problemas actuales. La pelota está en nuestro tejado.
Más información sobre la película en: «Grecia en el aire».
Mario Agudo Villanueva.