Venecia fascina a la mayoría de sus visitantes. Sin embargo conviene, como aconsejaba la ácida pluma de Régis Debray, matar al fantasma de la ciudad que todos llevamos dentro (Contra Venecia, 17). Una vez superada la impresión del cliché turístico, de esa atmósfera casi teatral de gondoleros presumidos y máscaras carnavalescas, riadas de turistas y abigarradas tiendas de recuerdos, uno puede detenerse a disfrutar de los retazos de historia que se intuyen en sus coloridas fachadas palaciegas, basílicas monumentales como Santa María Gloriosa dei Frari o San Marcos y su imbricada red de canales.

En uno de esos rincones, ajena al hervidero humano que rodea el entorno del Puente Rialto, una placa nos advierte de que estamos ante el lugar en el que, allá por el lejano siglo XV, se ubicaba una de las fábricas de conocimiento más célebres de la Humanidad: la imprenta de Aldo Manucio (1449-1515). Ya no queda nada de aquel taller de sabiduría, pero resulta conmovedor pensar que por las calles de la Mercería veneciana circularon centenares de obras clásicas destinadas a ser liberadas del olvido. Ese era, en efecto, el loable propósito de este benefactor de la cultura: salvar las obras más destacadas de la literatura y el pensamiento griego.
El ancla y el delfín, la conocida rúbrica de la Imprenta Aldina, se convirtieron en un sello de calidad y conocimiento. Manucio se estableció en Venecia hacia 1490, no por casualidad. Allí se integró con facilidad en el círculo de Giorgio Valla (1447-1499), propiterio de una de las colecciones de manusritos más importantes de Italia. La ciudad de los canales se había erigido en refugio de los griegos que huían del avance turco en el Mediterráneo oriental. Entre ellos, un erudito de primer nivel: Basilio Besarión (1403-1479), formado a caballo entre Constantinopla y el Peloponeso, bajo la tutela del filósofo neoplatónico Georgios Gemistós, más conocido como Pletón (1355-1452). Aquella migración de hombres sabios vino acompañada de una de las diásporas de manuscritos más destacada de la historia. Muchos de aquellos textos errantes son hoy referentes de la cultura que se conservaron hasta nuestros días gracias a la acción del taller veneciano. El griego era la lengua oficial en la que se trabajaba en aquella refinería de las letras. Manucio se rodeó de estudiosos, traductores, cajistas expertos y correctores de habla helena. Cualquier detalle era considerado imprescindible para el éxito de la empresa. Por aquel prestigoso enclave desfiló otro personaje decisivo en la transmisión del conocimiento clásico: Erasmo de Rotterdam (1466-1536). A pesar de este destacado foco de actividad, el hacer cultural del impresor italiano no dio la espalda a obras más recientes, hoy reconocidas joyas literarias como los versos de Petrarca, la Divina Comedia de Dante o los textos de Poliziano.

La aportación de la Imprenta Aldina fue impagable. Hasta su fundación, solo cuatro ciudades italianas habían editado obras griegas: Milán, con la gramática de Lascaris, Esopo, Teócrito, un Salterio griego e Isócrates, publicadas entre 1476 y 1493; Venecia, con el Erotemata de Crisoloras publicado en 1484; Vicenza, con las reimpresiones de la gramática de Lascaris y el Erotemata de 1488 y 1490, respectivamente; y por último, la pujante Florencia, con el Homero impreso por Lorenzo di Alopa en 1488. Manucio editó las obras completas de Aristóteles en griego, su empresa más destacada. Una colección de cinco volúmenes en la que participaron eruditos de toda Europa, sobre todo el humanista inglés Thomas Linacre (1460-1524). De la mano de Niccolò Leoniceno (1428-1524), la Imprenta Aldina editó el De materia medica, de Dioscórides, proyecto de gran difcultad que implicaba la elaboración de xilografías para las ilustraciones de las plantas. Años más tarde, en 1525, la impreta también editó el Opera omnia, de Galeno. Estos títulos son solo una pequeña muestra de las numerosas publicaciones que se imprimieron en aquellos años de pujanza intelectual en la ciudad de los canales. Las calles de la Mercería recibían la visita de innumerables clientes locales y extranjeros, que iban a la caza de sus añorados libros, expuestos en mesitas delante de los talleres. Otros, empaquetados y cargados en barcos, tenían como destino buena parte de Europa.

Otro artesano de las letras afincado en Venecia había llevado este arte a otra dimensión. Su nombre es más desconocido para el gran público, pero su legado fue igualmente determinante: Erhard Ratdolt (1442-1528). Llegó a Venecia en 1475 procedente de su Alemania natal. Asociado con otros dos compatriotas fundó una imprenta. El primer libro que publicaron fue el Calendarium de Regiomontano, lo que se ha tomado como indicio de que Erhard conoció al astrónomo durante su estancia en Nuremberg y pudo obtener el manuscrito directamente de él. En 1482 sacó la primera edición impresa de los Elementos, de Euclides, que se basaba en la versión de Adelardo/Campano. Gracias al genio de Ratdolt aquella fue la primera vez que una obra impresa era ilustrada con diagramas, lo que representaba un avance de primer orden en la transmisión del conocimiento. No contento con aquel paso de gigante, el alemán se las ingenió para utilizar tintas de colores, al principio tres diferentes en una misma página. Entre sus pioneras aportaciones cabe destacar también la autoría del primer frontispicio «moderno», el uso de números arábigos y la publicación de especímenes tipográficos y fes de erratas.

Manucio y Ratdolt son dos nombres más de la amplia lista de personas entregadas a la conservación y transmisión del conocimiento. Una aventura decisiva en la conformación de nuestro modo de pensar y de vivir, que tiene otros focos aparte de Venecia. Violet Muller los analiza con detalle en una magnífica obra sobre la historia del libro: La ruta del conocimiento. La historia de cómo se perdieron y redescubrieron las ideas del mundo clásico, editada por Taurus en 2019. La historiadora británica recorre los centros más importantes de saber desde la tardoantigüedad hasta el Renacimiento. La mítica biblioteca de Alejandría; la casa de la sabiduría de Bagdad, impulsada por Harún al-Rashid; Córdoba y Toledo, centros peninsulares de producción cultural que resultaron fundamentales en la llegada de las obras clásicas a Europa; Salerno y Palermo, faros de cultura durante el medievo y, finalmente, la Venecia de los dogos y la imprenta. Muller rastrea el peregrinar de las ideas científicas clásicas desde que fueron enunciadas y publicadas hasta nuestros días. Una larga historia de pérdidas, censura, traducciones, diásporas, reediciones y comentarios que la autora sabe transmitir con una sencillez no exenta de erudición y un enfoque amplio porque, como ella misma explica en el prólogo: «la historia de las ideas no se halla encerrada en los límites de la cultura, la religión o la política».

Autor
Mario Agudo Villanueva