Construir el relato de un acontecimiento pasado es siempre una tarea complicada, máxime cuando la información disponible para hacerlo se disipa a medida que nos remontamos en el tiempo. Si el lapso en el que tuvo lugar el hecho que nos ocupa fue de unas pocas horas y transcurrió cuatro siglos antes de nuestra era, podrá comprender el lector el enorme reto ante el que nos encontramos. Éste es el día a día de arqueólogos, historiadores y otros especialistas que tratan de reconstruir el desarrollo de las batallas de la antigüedad. Maratón, Termópilas, Egospótamos, Leuctra, Mantinea, Gaugamela. Nombres que evocan célebres enfrentamientos, familiares incluso para el gran público, pero cuyo estudio nos enfrenta, con más frecuencia de la que nos gustaría, a la impotencia de descubrir que los años transcurridos se han llevado por delante la memoria (1).
La mañana del séptimo día del mes de Metagitnión (agosto) del año 338 a.C. se enfrentaban en la llanura de Queronea las tropas de Filipo II y una coalición de poleis griegas convocada por Tebas y Atenas. El triunfo correspondió al ejército macedonio, mejor armado y entrenado. El emergente reino del norte, considerado por muchos griegos como «bárbaro», se convertía a partir de aquel momento en la potencia más influyente de la Hélade. Justino resumió los acontecimientos con una lapidaria frase: «mientras cada uno de los estados griegos deseaba ostentar la hegemonía, todos perdieron su soberanía» (VIII, 1).
La Cuarta Guerra Sagrada: una oportunidad
Un año antes de la decisiva contienda, en el 339 a.C., el Consejo Anfictiónico, que velaba por los asuntos concernientes al oráculo de Delfos, vivió una fuerte convulsión a propósito de una acusación de Anfisa contra Atenas. Los locrios, aliados de los tebanos, recriminaban a los atenienses haber ofrecido al santuario unos escudos en los que se recordaba la alianza de Tebas con Persia durante las guerras médicas. Esquines, que había acudido como pilágoro (delegado) de la capital del Ática, hilvanó un furibundo discurso en el que no solo desactivó la denuncia de los anfiseos, sino que contraatacó con una acusación de impiedad por utilizar terrenos sagrados del santuario, lo que provocó una expedición de reconocimiento sobre la llanura de Cirra. Los locrios, lejos de sentirse intimidados por la inspección, atacaron a la comitiva anfictiónica. El casus belli estaba servido (Contra Ctesifonte, 116-124). Cuenta Esquines que, ante la ausencia de Filipo, que estaba de campaña en el norte, fue el propio Cótifo, tesalio de Fársalo que ejercía como presidente del Consejo Anfictiónico, el que asumió la responsabilidad de una primera empresa que resultó más bien benévola (Contra Ctesifonte, 128).
Demóstenes, máximo representante en Atenas de la facción antimacedonia, recriminó a Esquines que actuara a sueldo de Filipo como pilágoro en el consejo para persuadir a los hieromnémones (representantes de los estados miembros) con el objeto de desendacenar una guerra anfictiónica que justificase la intervención del rey macedonio en el centro de Grecia, hecho que le pondría ante las puertas de la capital del Ática (Sobre la corona, 145-151). Explica el orador ateniense que una vez al frente de las tropas de la anfictionía, Filipo se olvidó de los cirreos y los locrios y se lanzó sobre Elatea (Sobre la corona, 152 y 168).
La rivalidad entre Atenas y la Macedonia de Filipo se remontaba al 357 a.C. La capital del Ática mantenía importantes intereses en el norte del Egeo y en la crítica área de los Estrechos, clave para su aprovisionamiento de grano. Una de las colonias atenienses más destacadas en la zona era Anfípolis, atacada en el 357 a.C. por el rey macedonio, que violaba así un pacto de no agresión con la ciudad griega. Desde entonces, las relaciones entre el reino y la antaño poderosa polis fueron deteriorándose cada vez más. A excepción de la tregua que supuso la Paz de Filócrates, del 346 a.C., los años que se sucedieron hasta la batalla definitiva fueron un corolario de conflictos. Si el episodio de Anfisa fue aprovechado, o provocado, por Filipo para llevar la guerra a las puertas del Ática es una cuestión que parece abocada a no quedar resuelta, ya que los testimonios de Esquines y Demóstenes son los principales exponentes propagandísticos de los bandos enfrentados. Aunque no cabe duda de que la influencia del rey macedonio en las decisiones del Consejo Anfictiónico tras la Tercera Guerra Sagrada era notable (Agudo, 2016: 125-129).
El camino a Queronea
El relato de las fuentes parece sugerir que Filipo olvidó la cuestión de Anfisa y marchó directamente hacia Elatea. No sólo Demóstenes, también Diodoro apunta a que el rey macedonio se apoderó de la ciudad como paso previo para presentar batalla a los atenienses (XVI, 84, 2). Sin embargo, entre ese episodio y la batalla definitiva transcurrió casi un año. Cawkwell llama la atención sobre este hecho: mantener un ejército en campaña desde noviembre del 339 a.C. hasta la fecha de la batalla, agosto del 338 a.C., planteaba un notable problema de aprovisionamiento y, además, Filipo no habría necesitado tanto tiempo para preparar la batalla decisiva. El historiador neozelandés creía firmemente en que el rey macedonio apostó por la vía diplomática (1978: 142).
Esta tesis es compartida por Hammond, quien asegura que Filipo actuó en todo momento como líder del Consejo Anfictiónico en busca de una salida dialogada (1994: 144-15). El investigador británico, destacado por sus conocimientos topográficos -fue director de operaciones especiales en Grecia durante la Segunda Guerra Mundial- propone un itinerario alternativo para la campaña de invierno sobre Anfisa. Según Hammond, Filipo dejó un destacamento en Cytinium, a diez kilómetros al norte del paso de Gravia, entre los montes Oeta y Calídromo, que conducía a la ciudad locria. Fue entonces cuando se dirigió hacia el este hasta llegar a Elatea y desde allí envió una embajada a Tebas para alcanzar un acuerdo (1994: 145-146). El propio Demóstenes reconoce que cuando la delegación ateniense llegó a Tebas, se encontraban allí embajadores de Filipo, tesalios y demás aliados -se entiende que el resto de representantes del Consejo Anfictiónico- (Sobre la corona, 211).

La diplomacia, sin embargo, no funcionó. No queda claro si fueron los tebanos los que pidieron ayuda a Atenas, tesis defendida por Esquines (Contra Ctesifonte, 140) o fueron los atenienses quienes, movidos por el ardor oratorio de Demóstenes, consiguieron cambiar el parecer de sus antiguos y enconados enemigos para aliarse con ellos, tal y como el propio político reconoce en un largo pasaje de uno de sus aclamados discursos (Sobre la corona, 188-211). Siglos más tarde, Diodoro de Sicilia afirma que los desesperados ciudadanos de la polis volvieron sus ojos hacia Demóstenes (XVI, 84, 3-5), hecho que también pone de manifiesto el beocio Plutarco (Demóstenes, 17, 5). Sea como fuere, Lo evidente es que los antiguos rivales se unieron ante la amenaza común (Anson, 2020: 68) y rechazaron la oferta de Filipo hasta dos veces (Hammond, 1994: 146). Para el rey macedonio la embajada había cumplido su propósito de cara a la opinión pública griega: pretendía que su expedición no fuera vista como la prolongación de la guerra contra Atenas, sino como una misión de la Anfictionía.
Tebanos y atenienses dirigieron embajadas a todos los puntos de Grecia para conseguir refuerzos. Según Domínguez Monedero, se formó el mayor ejército griego que se había movilizado desde Platea, en el 479 a.C. (2014: 45). A la desesperada llamada de los extraños aliados respondieron eubeos, aqueos, corintios, megarenses, leucadios, acarnianos, corcireos y focidios (Anson, 2020: 68-69 y Monedero, 2014: 45). Es posible que los aliados comenzaran a desplegar sus posiciones defensivas antes de rechazar la oferta de Filipo. Un destacamento de diez mil mercenarios reclutados por los atenienses se apostó en el paso de Gravia, al frente del cual estaba el general tebano Próxeno y el ateniense Cares. Por otro lado, en el paso de Parapotami, un estrecho cañón horadado por el río Cefiso a las puertas de Beocia, se apostó el grueso del ejército aliado (Hammond, 1994: 147).
En el verano del año 338 a.C. Filipo decidió pasar a la acción. Dirigió sus tropas contra Anfisa a través del paso de Gravia. Cuenta Polieno que hizo creer a los defensores del enclave que retiraba su destacamento en Cytinium para emprender el regreso a Macedonia con el objeto de resolver algunos problemas en la frontera con Tracia. Envió a un mensajero como señuelo con un falso mensaje para Antípatro en el que informaba del supuesto movimiento. Lo hizo de tal manera que facilitó su captura por los defensores (2). Próxeno y Cares relajaron sus tareas de vigilancia, momento que el rey aprovechó para asaltar el paso (Estratagemas, IV, 2, 7-8). Acto seguido, se dirigió hacia Anfisa, tomó la ciudad y se encaminó hacia Naupacto, que conquistó para entregársela a las etolios como gesto por su apoyo durante la campaña. Desde allí, Filipo se dirigió hacia Delfos, para penetrar en Beocia hasta llegar a la llanura de Queronea, donde se encontraba la vanguardia del ejército aliado, que había abandonado el paso de Parapotami ante las noticias que llegaban del avance macedonio (Hammond, 1994: 148 y Monedero, 2014: 41).

La hora de la verdad
Los testimonios históricos sobre el desarrollo de la batalla de Queronea son exiguos. El relato más amplio es el que nos ofrece Diodoro, que escribe casi tres siglos después de la contienda. El historiador de Sicilia proporciona las cifras del contingente macedonio: 30.000 infantes y no menos de 2.000 jinetes (XVI, 85, 5). Respecto al bando aliado nos dice que el número de efectivos era menor (XVI, 85, 6), versión opuesta a la que proporciona Justino, quien afirma que las tropas atenienses y beocias eran más numerosas (IX, 1, 9). Hammond sostiene que Diodoro tomó su testimonio de Diulo de Atenas, un cronista que buscaba justificar la derrota de su ciudad, mientras que Justino se habría basado en Teopompo de Quíos, competente historiador que escribió una biografía de Filipo de Macedonia y resulta mucho más fiable (Hammond, 1994: 149). Un par de párrafos de Polieno -que escribe unos quinientos años después de la batalla-, algunas noticias desperdigadas de Plutarco, un párrafo de Frontino y referencias sueltas en discursos de oradores áticos completan el precario mosaico de testimonios sobre la contienda.
Una dificultad añadida en el análisis de la batalla es la topografía. El nivel del suelo en la actualidad es ligeramente más elevado que en el siglo IV a.C., en especial en la falda del monte Petrachos. Los cauces y caudales del río Cefiso y de los arroyos que bañan el valle también han oscilado ligeramente, de manera que la comprensión del entorno físico de la contienda no es sencilla. Uno de los mejores estudios topográficos del terreno es el que realizó Hammond, quien identificó el río Haemon, donde las fuentes fijan el campamento aliado, con el actual Lykuressi (Hammond, 1994: 151). Un dato que debemos tener en cuenta, además, es que el terreno de la llanura era más irregular que lo que vemos hoy en día, lo que introducía una importante dificultad para el avance de las tropas (Anson, 2020: 69).
La arqueología, por su parte, ha proporcionado datos materiales mucho más precisos. Al norte de la planicie, a unos doscientos metros del cauce actual del Cefiso, Sotiriades excavó el túmulo donde fueron enterrados los soldados macedonios caídos en combate. El montículo cubre una cremación en masa. Los restos de la pira tenían casi un metro de espesor en el centro y se extendían a lo largo de cien metros cuadrados de superficie, lo que parece sugerir un alto número de bajas (MA 2008: 74). Bajo la ceniza se hallaron huesos quemados y restos de armamento, si bien conservado en mal estado por las altas temperaturas de la cremación y la humedad de la ribera del río. Entre las armas exhumadas, todas ofensivas -las defensivas solían reutilizarse-, encontramos puntas de lanza, algunas de 42 cm, que corresponden claramente con sarisas; una punta de lanza del tipo dóry, asociada a un hoplita; espadas de doble filo, del tipo xíphos, y sables curvos de un solo filo, llamados máchairai o kopídes (sobre estas espadas puede consultarse Quesada Sanz, 1998: 75-94). Junto a estas armas aparecieron también puntas de jabalina y puntas de flecha, una de ellas de tres aletas (MA, 2008: 74-75; Pascual, 2020: 66-68).
Todavía en nuestra época se mostraba junto al Cefiso una vieja encina llamada «de Alejandro», junto a la cual plantó entonces sus reales, y la fosa común de los macedonios no está lejos de allí.
Plutarco, Alejandro. VI, 9, 2-3.
El testimonio de Plutarco y los hallazgos arqueológicos permiten confirmar que estamos ante el túmulo macedonio. Las sarisas eran el arma fundamental de los pezhetairoi, los célebres falangitas. La dóry podría pertenecer a un hipaspista, infantería de élite que vestía una indumentaria parecida a la de los hoplitas, mientras que la kopís era habitualmente empleada por la caballería (sobre armamento macedonio: Connolly, 2016: 83-89; Quesada Sanz, 2008: 135-154; Minor Markle III, 1977: 323-329 y Heckel-Jones, 2009: 18-24). Las puntas correspondientes a armas ligeras, jabalinas y flechas, serían el testimonio de la participación de infantería ligera y arqueros (MA, 2008: 75; Pascual, 2020: 67-69). Pero no todo es tan fácilmente deducible. Algunas de estas armas, como la punta de la dóry o las puntas de flecha, podrían estar alojadas en el cuerpo de los caídos, de manera que no pertenecerían al bando macedonio, sino a sus enemigos (MA, 2008: 75).

Al otro lado de la llanura, al pie de lo que fue la ciudad antigua de Queronea, en la ladera del monte Petrachos, se alza la célebre escultura del león, todavía hoy visitable, que protege el enterramiento de los tebanos. El área fue excavada en 1879 y el monumento funerario, reconstruido entre los años 1902 y 1904. Al oeste se encontraron 254 esqueletos dispuestos en siete filas. Algunos estaban inhumados, en otros se utilizó el rito de la cremación. Parece que estos últimos, menos numerosos, se depositaron después, con cuidado de no dañar el resto. Podría tratarse de soldados gravemente heridos que murieron tras los honores fúnebres. Los esqueletos encontrados presentan numerosos traumatismos peri mortem, así como cuantiosas muestras de cortes en la parte inferior de las piernas. Varios cráneos evidencian graves daños. Uno de ellos, el «Gamma 16», presenta múltiples fracturas provocadas por un impacto que recorrió desde el cráneo hasta la cara, compatible con el ataque de un jinete sobre un infante (MA 2008: 75-76). Entre los hallazgos materiales se cuentan fragmentos de armas como dagas, espadas, puntas de dóry y numerosos estrígiles de hierro, casi uno por cadáver, lo que podría vincularse con la costumbre tebana de frecuentar el gimnasio y la práctica atlética (sobre armamento hoplita: Connolly, 2016: 57-69; Quesada Sanz, 2008: 27-38; Sekunda, 2009: 15-20; Krentz, 2017: 157-180; Schwartz, 2017: 181-200). También se hallaron cientos de botones de hueso, que podrían relacionarse con botas de tipo beocio. Este dato explicaría las numerosas heridas documentadas en los huesos de las extremidades inferiores. Entre los esqueletos se encontraron también cinco puntas de jabalina, que podrían haber causado la muerte de alguno de los soldados caídos y, por tanto, confirmar la participación de infantería ligera en el ejército macedonio (MA 2008: 75-76; Pascual, 2020: 71-73).
Aproximándose a la ciudad [Queronea], hay una tumba común de los tebanos que murieron en la lucha contra Filipo. No está escrita ninguna inscripción, pero sobre el monumento hay un león. Tal vez se refiera al valor de muchos hombres. No hay inscripción, creo yo, porque la fortuna que les acompañó no fue acorde con su arrojo.
Pausanias, Descripción de Grecia. IX, 40, 10.

El emplazamiento de sendos túmulos ha servido como punto de referencia fundamental para ubicar a los dos bandos en el escenario de la contienda. Aunque algunos autores consideran que estas tumbas colectivas no deben estar sujetas necesariamente a la posición de las líneas enfrentadas, lo cierto es que la mayoría se ha guiado por ellas, y por el parco testimonio de las fuentes, para tratar de reconstruir el desarrollo de los acontecimientos. Cierto es que la localización del túmulo de los tebanos está justo al otro lado de su supuesta posición en el frente aliado, lo cual plantea, cuando menos, serias dudas sobre la ubicación atribuida tradicionalmente a cada bando en la batalla. Por ello se ha propuesto una disposición alternativa en la que el batallón sagrado habría combatido justo en la posición en la que hoy se eleva el icónico león (John MA, 2008: 74; Pascual, 2020: 76-80).

La tesis tradicional situaba a Filipo liderando el sector derecho de la línea macedonia, el de mayor riesgo, que estaría nutrido de pezhetairoi. A su izquierda se situarían los hipaspistas basilikoi, seguidos por los hipaspistas regulares, mientras que otro grupo de pezhetairoi poblaría el resto de la línea macedonia junto con asthetairoi. El flanco izquierdo estaría protegido por la caballería, junto a la que formarían infantes ligeros, aunque su mayor número se habría ubicado a la derecha de Filipo (Pritchett, 1958: 307-311; Hammond, 1994: 153). Los aliados, que habían podido elegir el terreno que más se adecuaba a su estrategia, dispusieron sus tropas en diagonal, en dirección este-oeste, desde las faldas del monte Petrachos hasta la ladera del Akontio, que se elevaba sobre el cauce del Cefiso. No hay consenso sobre la anchura exacta de la formación. Hammond fija una distancia de ala a ala de unos tres kilómetros, estirada en una disposición diagonal extendida para forzar a los macedonios, inferiores en número según él, cuyo frente ocuparía unos 2.500 metros (1938: 2011 y 1994: 151). Otros autores, como Domínguez Monedero, proponen un frente más compacto, de unos 1.800 metros (Monedero, 2014: 45). Las falanges atenienses y beocias debieron tener entre 8 y 10 hombres de fondo. Tres eran los motivos que habían conducido a los aliados a elegir este emplazamiento: el terreno estaba limitado por un área montañosa en un flanco y las zonas pantanosas del río al otro, lo que dificultaría el concurso de las temidas caballerías macedonia y tesalia. Por otro lado, disponían de agua suficiente para aprovisionar a sus tropas y tercero, se aseguraban una posible salida por el paso de Kerata, un angosto sendero entre montañas que impediría la persecución de la caballería macedonia (Hammond, 1938: 206-207). De esta manera formaron los atenienses en el flanco izquierdo, arropados por 5.000 infantes ligeros a pie de monte, los aliados en el centro y los beocios a la derecha, con el batallón sagrado justo en el flanco contiguo al río Cefiso (Hammond, 1938: 203).
Según la interpretación tradicional, los macedonios avanzaron de forma que Filipo se aproximó a los atenienses mientras Alejandro seguía estando a una considerable distancia del flanco derecho aliado. Polieno da cuenta de dos datos interesantes. Por un lado, que el rey macedonio buscaba sacar partido de la mayor experiencia y el mejor entrenamiento de sus tropas alargando la batalla (Estratagemas, IV, 2, 7). Por otro, que poco después de trabar combate, inició un lento, pero ordenado, repliegue estratégico con el que trataba de descolocar las líneas enemigas. En efecto, los atenienses se lanzaron contra las tropas de Filipo de forma desordenada y cuando el rey dio la señal, los macedonios cargaron contra los desconcertados enemigos abriendo una importante brecha (Estratagemas, IV, 2, 2). El astuto movimiento de Filipo, que ha sido sometido también a un intenso debate académico (Caukwell, 1978: 148), tenía otro propósito, estirar el frente aliado para generar un resquicio por el que realizar una letal carga de caballería (Hammond, 1994: 154). En efecto, este fue el momento aprovechado para que los escuadrones macedonios, con su característica disposición en cuña, asestaran un golpe definitivo por el flanco izquierdo. Por el testimonio de Plutarco se ha pensado que Alejandro comandaba esta carga (Alejandro, 9, 3), pero lo cierto es que pudo ser otro general más experimentado en estas lides, ya que el momento era sumamente delicado. Diodoro explica que los mejores generales arropaban a Alejandro (XVI, 86, 1), pero su relato no permite deducir si la caballería estaba comandada o no por el futuro rey.
Alejandro, ansioso de demostrar a su padre su propia valentía y sin delegar en nadie su exceso de ambición, al igual que los muchos hombres valientes que luchaban a su lado, fue el primero que rompió la firme formación enemig, y, derribando a muchos, abatía a los que estaban situados frente a él, constantemente se rompía el frente de la línea enemig. Cuando eran muchos los cadáveres que se amontonaban, los de Alejandro fueron los primeros que presionaron a sus oponentes y les pusieron en fuga.
Diodoro de Sicilia, XVI, 86, 3-4.
Alejandro y la carga de caballería: una cuestión espinosa
Llegamos al punto que más debate académico ha suscitado. Los primeros estudios sobre la batalla daban por sentado que Alejandro combatió al frente de la caballería (Caukwell, 1978: 148; Hammond, 1938: 210 y 1994: 153-154; Minor Markle III, 1978: 483-497), aunque recientemente también se ha defendido esta tesis. El extenso trabajo de Willikes sobre el uso del caballo en la antigüedad se hace eco de este pasaje bélico (Willikes, 2016: 187), argumento que mantiene Anson en su reciente biografía de Filipo (2020: 70). Algunos estudios han puesto de manifiesto que los oficiales macedonios siempre luchaban a caballo, lo que les permitía disfrutar de una buena perspectiva de su sector (Wrightson, 2010: 71-92). Es bien sabido que los monarcas teménidas solían combatir montados, en compañía de los nobles más importantes del reino. Hasta el siglo V a.C., de hecho, el ejército macedonio era básicamente una fuerza militar ecuestre. En este sentido, se ha interpretado la anécdota de la doma de Bucéfalo (Plutarco, Alejandro, 6) como un rito de iniciación de la alta sociedad que era indispensable completar antes de entrar en combate (Troncoso, 2014: 55). Esta tesis arrojaría dudas sobre la participación a pie de Filipo en el sector derecho, al frente del que dirigía su audaz maniobra. Cabría proponer dos argumentos que explicarían la razón por la que habría combatido de esto modo, tan alejado de la tradición macedonia. Por un lado, su más que posible incapacidad para montar a caballo, provocada por una grave herida que sufrió en el muslo durante una escaramuza contra los tribalos a su regreso de escitia (3), justo antes de la campaña de Queronea. La lesión causó, de hecho, la muerte de su montura, a la que el lanzazo alcanzó tras atravesar la pierda del rey (Justino, XVI, 3, 1). Por otro lado, la dificultad que entrañaba el repliegue estratégico que propuso como cebo para los atenienses habría requerido de su presencia a pie de batalla. En el sentido contrario al liderazgo de Alejandro en la carga de caballería de Queronea podemos situar las dudas de Monedero (2014: 45), la crítica de Pascual (2020: 103) o la radical negativa de Rahe, quizás uno de los autores que se ha mostrado más tajante en contra de esta tesis, hasta el punto de considerar irrelevante el concurso de los escuadrones montados macedonios durante esta batalla (Rahe, 1981: 85-87).
Bien fuera a caballo o al frente de un cuerpo de élite de infantería, lo que parece cierto es que Alejandro acabó con el experimentado batallón sagrado, aniquilándolo por completo. Las líneas aliadas se vieron desbordadas por la carga de las sarisas. Según Diodoro, murieron cerca de mil hoplitas atenienses y dos millares fueron hechos prisioneros (XVI, 86, 5-6). Las elevadas cifras de caídos hacen pensar que Filipo sí persiguió al ejército enemigo en desbandada, pese a que ciertos autores señalaron que no se produjo tal circunstancia (Hammond, 1938: 214). La victoria macedonia supuso un punto de inflexión en la historia política de Grecia. Atenas y Tebas, otrora poleis hegemónicas, pasaron a un segundo plano (Antela, 2011: 187-196). Filipo era consciente de ello, de ahí su alegría. Nuestro historiador siciliano le retrata borracho, bailando entre los caídos (XVI, 87, 1-2). Una anécdota que no hace justicia a la talla política y militar del rey macedonio.
Autor
Mario Agudo Villanueva. Miembro del consejo editor de Karanos. Bulletin of Ancient Macedonian Studies.
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Fuentes
Demóstenes. Sobre la corona. Edición de Antonio López Eire para Cátedra. Madrid, 1998.
Diodoro de Sicilia. Biblioteca histórica. Traducción de Juan José Torres Esbarranch y Juan Manuel Guzmán Hermida para Gredos. Madrid, 2011.
Esquines. Contra Ctesifonte. Traducción de José María Lucas de Dios para Gredos. Madrid, 2002.
Frotino. Estratagemas. Traducción de Ignacio Nachimowicz.
Justino. Epítome de las «Historias filípicas» de Pompeyo Trogo. Traducción de José Castro Sánchez para Gredos. Madrid, 1995.
Pausanias. Descripción de Grecia. Traducción de María Cruz Herrero Ingelmo para Gredos. Madrid, 2008.
Plutarco. Demóstenes. Traducción de Carlos Alcalde Martín y Marta González González para Gredos. Madrid, 2010.
Polieno, Estratagemas. Traducción de José Vela Tejada y Francisco Martín García para Gredos. Madrid, 1991.
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Notas
(1) Sobre los retos de la arqueología en campos de batalla de la antigüedad es recomendable ver esta charla de Javier Moralejo Ordax: Jornada sobre las Guerras Médicas. La Arqueología Efímera. Campos de batalla en la Antigüedad Clásica. Organizada por el grupo de tarbajo Polemos para la Universidad Autónoma de Madrid. Diciembre, 2020.
(2) Esta anécdota, relatada por Polieno, debe tomarse con precaución, puesto que Frotino relata la misma anécdota, pero en otro lugar: el enfrentamiento de Filipo con tebanos y atenienses en el área de los Estrechos (Estratagemas, IV, 14). Es posible que Filipo expugnara el paso de Gravia gracias al apoyo de los etolios, motivo por el cual tomó y les entregó Naupacto (Monedero, 2014, 41).
(3) Los macedonios no montaban con estribos, lo que les obligaba a aferrarse con fuerza a los lomos del animal utilizando la potencia de sus piernas como única forma de mantener la estabilidad.