Como el aleteo de la mariposa

El vuelo de las mariposas es grácil y liviano. Suspendidas por obra de su peculiar aleteo, parecen desplazarse de flor en flor al son que marcan las ráfagas de aire. Quizás por esta razón los griegos las llamaban ψυχή (psyché), la misma palabra con la que se referían al aliento que anima el cuerpo del hombre, a la causa última de la vida. En efecto, una de las señales más evidentes de la llegada de la muerte es que el ser humano deja de respirar. Nuestra existencia, por tanto, dependía para los griegos de época arcaica de algo tan efímero y débil como un soplido. Psyché comparte raíz con psýchein,«soplar» o «respirar».

Sarcófago que representa a Prometo y Atenea creando al primer hombre. Museo del Prado. Hacia 185. Mármol blanco, 60 x 104 cm. Foto: Museo del Prado.

En el mundo homérico el ser humano vive gracias a la psyqué. Cuando alguien muere o se desvanece es abandonado por su hálito vital que, como humo, se separa del cuerpo. Una vez en el exterior, adquiere la imagen, eídolon, del difunto. Pero se trata de una proyección intangible, como se constata en el dramático encuentro de Odiseo con su madre muerta:

“Así me habló, y yo entonces con un fervoroso anhelo quise abrazar el alma de mi madre difunta. Tres veces lo intenté, me impulsaba mi ánimo al abrazo, y tres veces entre mis brazos se esfumó semejante a una sombra o un sueño”.

Odisea XI, 206-210

Una experiencia semejante a la del desesperado Aquiles cuando trata de abrazar el alma de Patroclo durante su aparición en sueños, lo que provoca un esclarecedor lamento:

“Dicho lo cual, tendió hacia él sus manos, pero no pudo abrazarlo, pues su alma se desvaneció como humo bajo la tierra con un leve gemido. Entonces Aquiles se levantó sobresaltado, y batiendo sus manos, pronunció estas desoladoras palabras: «¡Ah! ¡De modo que en los dominios del Hades hay también algo, un alma y una sombra, que, sin embargo, carecen por entero de entrañas, pues el fantasma del desdichado Patroclo ha permanecido a mi lado toda la noche entre gemidos y llantos y me ha encomendado, una por una, multitud de cosas, y su parecido era asombroso!»”.

Ilíada XXIII, 99-105.

La colección de escultura clásica del Museo del Prado, en Madrid, alberga en su almacén un bello sarcófago romano donde se representa la creación del primer hombre. En el centro de la escena, sentado sobre una roca, aparece Prometeo, representado con la solemnidad propia de Zeus. Sus manos acaban de modelar en arcilla -material que reconocemos por el cuenco situado en su regazo- la figura de un musculoso joven. Sobre la cabeza del primer hombre, la diosa Atenea deposita una mariposa, símbolo del aliento vital que poco a poco irrumpe en el muchacho, cuyo primer reflejo es mirar hacia la mano dispensadora de vida. Por ello su cabeza hace un ligero escorzo, entre la sorpresa y el agradecimiento. El hecho de que sea Atenea, diosa de la sabiduría, quien pone la rúbrica al ser humano no es casual. El hálito vital contiene la inteligencia, el germen que, utilizado de forma adecuada, nos proporcionará nuestra naturaleza racional que, en último término, es entendida como un don divino. Tampoco es un capricho artístico el motivo que decora el pedestal sobre el que se apoya el cuerpo del hombre, donde parece representarse un sátiro, símbolo de las bajas pasiones que también caracterizarán al ser humano.

Tres personajes femeninos completan la escena. Detrás de la diosa, con alas de mariposa, aparece la personificación de psyché. Al costado de Prometeo se representan dos ninfas. Una náyade, casi desnuda, sostiene en el brazo izquierdo el tallo de un junco y el vaso de una fuente, del que brota un abundante chorro de agua. La otra viste chitón y manto y con la mano izquierda se toca el cabello coronado de hojas. Detrás de su cabeza se ven emerger por el borde del sarcófago las exuberantes hojas de un árbol, cuyo tronco está representado en la parte lateral. Ambas representan el conjunto de la creación. Se recrea así el marco natural en el que se desarrollará nuestra existencia.

La vida del ser humano es, por tanto, un don divino, pero tan débil como la arcilla que le da forma y efímera como el soplo que la alimenta. Tan frágil como el aleteo de una mariposa. «El hombre es el sueño de una sombra», que diría Píndaro en uno de los versos de la Pítica VIII. Así sería, al menos, hasta que las nuevas doctrinas del alma, importadas de Oriente por Orfeo y Pitágoras, operaran una de las transformaciones más decisivas en la religión griega, tal y como afirmara el siempre lúcido Walter Burkert.

Autor

Mario Agudo Villanueva

Bibliografía

Bremmer, J.N. (2002): El concepto del alma en la antigua Grecia. Siruela.

Rohde, E. (1983): Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos. Fondo de Cultura Económica, México.

Burkert, W. (2007): Religión griega arcaica y clásica. Abada, Madrid.

Schröder, Stephan F. (2004): Catálogo de la escultura clásica. Museo del Prado, Madrid. Pp.493-496

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