Irene Vallejo: «Veo a los libros cargados de futuro»

La aventura de los libros es una de las grandes epopeyas de la Humanidad y, quizás, el mejor reflejo de nuestra naturaleza. La peripecia vital de estos inseparables compañeros de viaje es un canto a la capacidad creativa del ser humano, a ese don divino que las musas otorgaban de forma caprichosa a unos pocos elegidos. Pero su frágil devenir a lo largo de los siglos ha sido el penoso espejo de nuestra infinita tendencia a la autodestrucción. Un frenesí exterminador que ha puesto en jaque a la cultura en tiempos y espacios lejanos entre sí, pero próximos en cuanto que encarnaron el trágico papel de chivo expiatorio de la barbarie. En ningún lugar como en la historia del libro puede experimentarse de forma tan ejemplar esa dramática y ancestral tensión entre Eros y Thanatos.

El libro es una puerta abierta a la reflexión y al aprendizaje, pero también al ocio y al entretenimiento. A través de sus páginas podemos viajar a mundos lejanos, incluso imaginarios, conocer pueblos, culturas y costumbres de otros tiempos y espacios. La lectura nos ayuda a reencontrarnos con nosotros mismos, a centrar nuestro yo en épocas tempestuosas. Los libros prolongan la vida. Esos pequeños tesoros de papel son capaces de borrar los límites de la realidad para sumergirnos en el maravilloso universo de lo infinito. Nos permiten entablar un diálogo íntimo con las personas que forjaron nuestra cultura y que dejaron su testimonio por escrito. Un libro no solo es un objeto de aquí y ahora, es un receptáculo de sabiduría con vocación de eternidad. Nunca estaremos, por tanto, lo suficientemente agradecidos a esa persona de identidad desconocida que reparó para tal fin en la utilidad de una planta oriunda de la cuenca Mediterránea. Nacida en las proximidades de los ríos, de tallo largo, fuerte y hueco: el Cyperus papyrus. Uno de los mayores inventos de la Humanidad se gestó en un anónimo junco de las riberas del Nilo.

Solo una persona con un recorrido humanista de la talla de Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) podía rendir al libro el tributo que se merece. Su pluma ha sabido captar de forma audaz el azaroso devenir de la producción literaria. El viaje que nos propone comienza en el mismo título, un evocador El infinito en un junco, editado por Siruela, que ya saborea varias ediciones y un premio: el Ojo Crítico de Narrativa 2019, conseguido en vísperas de Navidad con todo merecimiento. No es la primera vez que Irene acude a estas páginas virtuales para hablarnos de sus obras, pero quizás sí es una de las más especiales, pues ahora vuelve con los laureles del éxito sobre su frente.

Pregunta – El infinito en un junco. Un nombre evocador para el más evocador invento de la Humanidad ¿cómo se te ocurrió este magnífico título?

Respuesta – Desde el principio busqué un título poético que diese pistas sobre la escritura literaria del ensayo. El infinito en un junco es una metáfora misteriosa que describe los primeros libros de los que hay memoria: los rollos de papiro egipcios. Ese objeto asombroso nació cuando lo infinito que habita en nosotros –la sabiduría, los pensamientos, la imaginación, los relatos y la música de los versos– encontró cobijo en el corazón del junco de papiro. En ese vehículo de cañas empezó el viaje de las palabras a través de los siglos.

P. – Los primeros pasos de la literatura griega y, probablemente, de la Universal, se dieron por vía oral. Las grandes obras de Homero se concibieron para ser recitadas. Con el libro, esas fantásticas creaciones se fijan, se traducen y se propagan. El junco, además de contener el infinito, tiene vocación de eternidad…

R. – La época de los relatos orales fue muchísimo más larga que los siglos que llevamos de cultura escrita. En realidad, los lectores somos una familia muy joven, de apenas cinco mil años de antigüedad. Somos depositarios de una enorme herencia de mitos, leyendas, fábulas y símbolos forjados en la misteriosa época prehistórica. Sabemos que los relatos anteriores a la escritura fueron narraciones concebidas para la recitación, vivas, nunca idénticas, abiertas a la improvisación y, por eso mismo, irrepetibles. La paradoja es que solo podemos conocerlas si la escritura las petrifica en una versión fija, como sucede con los poemas homéricos. Los libros que preservaron las creaciones, al mismo tiempo transformaron las maneras de narrar. La posibilidad de conservar el conocimiento cifrado en los misteriosos símbolos de la escritura fue el principio de la historia humana, de nuestra conversación con las voces del pasado. Los libros hicieron posible la supervivencia de las mejores ideas, lo que es, en definitiva, una aproximación a la eternidad.

El infinito en un junco es una metáfora misteriosa que describe los primeros libros de los que hay memoria: los rollos de papiro egipcios. Ese objeto asombroso nació cuando lo infinito que habita en nosotros –la sabiduría, los pensamientos, la imaginación, los relatos y la música de los versos– encontró cobijo en el corazón del junco de papiro.

P. – Los griegos no tenían la costumbre de leer en silencio. Se dice que fue a partir de Aristóteles cuando comenzó a extenderse este hábito. La lectura en grupo puede generar cohesión social. La lectura individual invita a la reflexión ¿qué opinas sobre ambas formas de disfrutar del libro?

R. – Las dos formas de disfrutar los libros siguen vivas. Yo descubrí la literatura gracias a los cuentos que mis padres me leían antes de dormir. Era un ritual compartido, una liturgia íntima. Los relatos eran una atmósfera que respirábamos juntos y nos unían. Recuerdo sentirme querida cuando leían para mí, por eso me impresionó tanto El lector, de Bernhard Schlink. Los clubes de lectura, que ya se testimonian al menos desde el siglo XVII, crean pequeñas comunidades en torno a lecturas compartidas. La lectura silenciosa, que tanto impresionó a san Agustín cuando la contempló en san Ambrosio, es uno de los actos inaugurales de la intimidad. Es un fenómeno que roza el sortilegio o la superposición cuántica de estados: permanecer físicamente en un lugar mientras la mente viaja por otros mundos y experimenta situaciones que solo existen en un universo cifrado en letras. En esos momentos, habitamos en la mente y somos asombrosamente libres. En mi opinión, es maravilloso que existan las dos opciones: leer creando lazos y leer cultivando nuestra libertad.

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Irene Vallejo rodeada de libros

P. – En tu obra planteas el problema de la transmisión del conocimiento. El incendio de la biblioteca de Alejandría, la quema de libros en Bagdad, las llamas que arruinaron la de Sarajevo… La barbarie, que no entiende de cultura ni de culturas, amenaza nuestro tesoro más preciado, pero es el propio ser humano, a través de pequeños sacrificios individuales, el que consigue salvar y transmitir este legado. Así ha ocurrido y así ocurrirá a lo largo de la historia…

R. – El infinito en un junco es, por encima de todo, la crónica del amor silencioso que ha salvado los libros de la destrucción en los siglos de peligro. De alguna forma misteriosa y espontánea, la necesidad de leer ha forjado una cadena invisible de gente –hombres y mujeres– que, sin conocerse, ha salvado el tesoro de los mejores relatos, sueños y pensamientos a lo largo del tiempo. Este libro es el relato de una fabulosa aventura colectiva, la aventura protagonizada por tantos seres humanos a quienes, como en la famosa novela Farenheit 451, unía el deseo de salvaguardar los libros: narradoras orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, editores, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureras, impresores. Lectores en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia. Los olvidados, las anónimas.

La lectura silenciosa, que tanto impresionó a San Agustín cuando la contempló en San Ambrosio, es uno de los actos inaugurales de la intimidad. Es un fenómeno que roza el sortilegio o la superposición cuántica de estados: permanecer físicamente en un lugar mientras la mente viaja por otros mundos y experimenta situaciones que solo existen en un universo cifrado en letras.

P. – ¿Qué extraña fuerza tienen los clásicos que todavía hoy alumbran con sus palabras las atribuladas mentes del ser humano del siglo XXI?

R. – Los clásicos son fascinantes porque nos inducen a preguntarnos quiénes somos. Ha habido muchas épocas que han querido colocar la Antigüedad en un pedestal, pero creo que volvemos a ella una y otra vez porque nos reconocemos en sus imperfecciones tanto como en sus logros. De los griegos y romanos hemos heredado muchas formas de vida que, para bien y para mal, todavía nos describen: las ciudades, los spa, las vías de comunicación, la pasión por los espectáculos, la democracia, las leyes, la especulación inmobiliaria, la propaganda, los cocineros estrella, los debates, la vida en la calle (el ágora). Y, aunque no se insiste en ello, nos legaron también varios conceptos de gran éxito histórico: el libro, las bibliotecas y las librerías. Esa, entre otras, es la historia que cuenta El infinito en un junco.

P. – Hemos pasado de contener el infinito en un junco a tratar de acotarlo con la limitación de caracteres que nos imponen las redes sociales. Cada vez disponemos de más información, pero tengo la sospecha de que leemos menos y de forma más superficial. Se ha hablado de un galopante déficit de conocimiento ¿qué opinión te merece este panorama?

R. – El capitalismo de la atención pretende atraparnos en una red de actividad frenética y superficial, cuanto más predecible mejor. Nos mantiene en un eterno presente, en un ciclo vertiginoso de pequeñas acciones que nos impiden reflexionar. Las pantallas nos hipnotizan y las redes nos cautivan con la cómoda gratificación de los “me gusta”; mientras tanto, convierten nuestros datos en mercancía. Los libros construyen un espacio de resistencia y de pensamiento, nuestra esperanza de escapar a la manipulación. Creo que estos viejos compañeros de papel nos seguirán salvando.

Los clásicos son fascinantes porque nos inducen a preguntarnos quiénes somos. Ha habido muchas épocas que han querido colocar la Antigüedad en un pedestal, pero creo que volvemos a ella una y otra vez porque nos reconocemos en sus imperfecciones tanto como en sus logros.

P. – Se de la paradoja de que es más fácil leer un libro publicado en el siglo XVIII que una información contenida en un disco de ordenador ya obsoleto, pues los avances tecnológicos hacen que los soportes se renueven de forma continua. Buena parte de la información que generamos en la actualidad se almacena en soportes que, hoy por hoy, no tienen vocación de perdurabilidad ¿qué opinas sobre los profetas tecnológicos que vienen augurando desde hace años el fin del libro físico?

R. – Los mass-media y las redes sociales, con su vértigo instantáneo nos empujan a admirar las innovaciones que llegan veloces como surfistas en la cresta de la ola. Cuando comparamos algo viejo y algo nuevo –como un libro y una tablet, o un violinista sentado junto a un adolescente que chatea en el metro–, creemos que lo nuevo tiene más futuro. Pero los historiadores y antropólogos nos recuerdan que sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo es, en su mayoría, sustituido por la siguiente novedad. Ante la predicciones de la próxima extinción del libro, pido respeto. No subsisten tantos artefactos milenarios entre nosotros. Los que quedan han demostrado ser supervivientes difíciles de desalojar: la silla, la cuchara, el vaso, las tijeras, el martillo, el libro… Algo hay en su diseño y en su depurada sencillez que ya no admite mejoras radicales. Como dice el escritor y semiólogo Umberto Eco, el libro tal y como hoy lo conocemos es tan difícil de mejorar como la rueda. La prueba es que, como bien observas, los productos tecnológicos padecen la obsolescencia programada, mientras que los libros fueron inventados para perdurar. Con ciertos conocimientos de paleografía, podemos leer un libro de hace mil años, pero todos hemos perdido archivos, fotos y grabaciones realizados con tecnologías retiradas del mercado. Veo a los libros cargados de futuro.

Autor

Mario Agudo Villanueva