Es muy fácil, amigo mío, y también típico de los hombres, denigrar el tiempo en que uno vive. Pero considera que no es la paz universal la que arruina las grandes naturalezas, sino más bien esta guerra interminable que reina entre nuestros deseos y, por Zeus, esas pasiones que han ocupado la vida presente para saquearla hasta sus cimientos. El amor al dinero que insaciablemente sufrimos y el amor al placer nos esclavizan o más bien diríamos, nos echan a pique cuerpo y alma, porque la afección por el oro es una enfermedad degradante, y el amor al placer, lo más innoble. Y, bien pensado, si se venera o, mejor dicho, diviniza la riqueza sin límite, no sé cómo se podrá evitar la entrada en nuestras almas de los males que van con ella.

Porque al mismo paso que la riqueza sin tasa ni contención, viene el despilfarro, y conforme a aquella abre las puertas de las ciudades y las casas, este también entra y se instala en su compañía. Como dicen los sabios, en cuanto cavan su madriguera en la vida de los hombres rápidamente se entregan a la reproducción, y engendran la pretenciosidad, la vanidad y la insolencia, que son sus hijas, no desde luego bastardas, sino legítimas. Si esas criaturas de la riqueza llegan a la madurez, rápidamente generan en las almas unas tiranas implacables, que son la soberbia, la transgresión de la ley y la falta de vergüenza. Es inexorable que suceda así, y que los hombres carezcan de altura de miras, y no tengan en cuenta su reputación, de modo que se vaya consumando gradualmente la ruina de sus vidas, y se marchiten y desvanezcan las grandezas del alma, y se origine lo indeseable en cuanto lo perecedero se admira extremadamente y no se permite que progrese lo inmortal […]
[…] La perdición de los talentos actuales se debe a la superficialidad en que pasamos la vida, pues solo trabajamos y estudiamos por la alabanza y el placer, no por un motivo digno de emulación y respecto.
Reseña
Cualquiera que lea este texto sin conocer su datación o su autor puede pensar que es contemporáneo de los hechos del presente. Esta es la grandeza de los clásicos. No están sujetos a modas, puesto que abordan cuestiones profundas, que afectan a nuestra naturaleza humana. Proponen respuestas a problemas universales y atemporales. Esta realidad es la que otorga valor al fragmento transcrito del De lo sublime, de Longino, traducido por Eduardo Gil Bera para la editorial Acantilado.
Se trata de una obra breve, en la que el autor, un preceptor literario de lengua griega del que poco más sabemos, dirige una serie de instrucciones a Postumio Terenciano en el siglo I d.C. Sus recomendaciones tienen el objeto de descubrir al alumnos las razones por las que una obra literaria se convierte en sublime, pero tras ellas, encontramos perlas de sabiduría tan profundas como la de este fragmento del capítulo XLIV, que todavía hoy, transcurridos veinte siglos desde que fueran escritas, siguen teniendo el mismo sentido que tenían entonces. Se trata de una obra muy corta, fácil de leer y, sobre todo, que nos mueve a la reflexión. Muy recomendable para encarar estos tiempos con algo más de espíritu crítico.
Mario Agudo Villanueva