La ejecución de Sócrates: el lado oscuro de la democracia ateniense

En el cruce de las calles del Apóstol Pablo y San Dionisio Areopagita (Dionysiou Areopagitou) arranca un camino empedrado que nos adentra en la boscosa colina de las Musas, llamada así por el monumento funerario que la corona hoy en día. A pocos metros de iniciar nuestra marcha, antes de llegar a la iglesia de Agios Demetrios Loumpardiaris, una senda nos conduce a un enclave que la tradición popular bautizó como la Prisión de Sócrates. Durante siglos se creyó que allí había estado preso el afamado filósofo, aunque la mayoría de investigadores, con cierta razón, aseguran que Sócrates debió de quedar confinado en la Heliea, donde fue juzgado, o en sus proximidades, en la prisión estatal aneja, es decir, en el recinto del Ágora. Las cuevas que hoy vemos debieron de ser, simplemente, unas viviendas trogloditas aprovechadas siglo tras siglo hasta quedar en el estado en el que podemos contemplarlas en la actualidad. Pero podemos detenernos unos minutos bajo la sombra de los árboles que pueblan este lugar para profundizar en uno de los episodios más controvertidos de la historia de la ciudad: el juicio de Sócrates.

Paraje identificado por la tradición como la prisión de Sócrates. En realidad, se trata de unas viviendas trogloditas. Foto: Mario Agudo Villanueva

Diógenes Laercio nos dice que Sócrates fue hijo de un escultor, Sofronisco, y una comadrona, Fenáreta, ateniense del demo de Alópece (II, 18). Desde joven se rodeó de personas del mundo de la cultura y el pensamiento. Colaboró con Eurípides, asistió a las lecciones de Anaxágoras y también a las de Damón y Arquelao el físico. Incluso parece que llegó a ejercer de escultor, pues se le atribuyeron las Gracias que había en la Acrópolis (II, 19). Era un hombre humilde, que adquirió fama por acechar a sus vecinos en diferentes lugares de la ciudad para entablar conversaciones instructivas y moralmente estimulantes. Una persona que recorría los lugares públicos, gimnasios, paseos, talleres, mercados, en busca de gente con la que encontrar el conocimiento de manera conjunta. Confiaba ciegamente en esta modesta labor, pues pensaba que se trataba de la única manera en la que podría prestar un servicio digno a la república, que nadie más estaba en condiciones de ofrecer. Tal y como expondría a lo largo de su discurso de defensa, que nos ha llegado a través de Platón y Jenofonte, dios le habría encomendado tan digna tarea.

La mala reputación

Sócrates cumplió desde su juventud con lo que se esperaba de cualquier ateniense. Se casó dos veces, una con Jantipa y otra con Mirto. Algunos dicen que lo hizo porque la ciudad, carente de hombres por la guerra, aceptó en votación que los varones pudieran casarse con más de una mujer pero concebir con varias (II, 26). A pesar de su baja estatura, vientre prominente, ojos saltones y nariz respingona, su complexión era fuerte, pues solía atender a los ejercicios corporales, por lo que pudo participar sin problemas en campañas militares en Anfípolis, Delio y Potidea, en las que estuvo acompañado de personajes de la fama de Jenofonte o Alcibíades (II, 22). Sin embargo, pronto fue objeto de las críticas descarnadas de los comediógrafos, en especial de Aristófanes, quien lo presenta en Las Nubes subido en una cesta colgada del techo mediante una grúa: “Camino por los aires y paso revista al sol” (217), le explica a Estrepsíades, personaje que, acuciado por las deudas, decide acudir al caviladero de los filósofos porque, según él, “con ellos están los dos Argumentos, el Mejor, sea como sea, y el Peor. De esos dos Argumentos, dicen que el Peor gana los pleitos defendiendo las causas injustas” (113-115). Aristófanes no fue el único que se cebó con Sócrates. Sabemos de un tal Amipsias, que escribió Connos, una comedia cuya trama se centraba en su figura; incluso nos han llegado unas duras palabras de Eúpolis: “yo odio a Sócrates, ese pobretón, a ese saco de viento, que contempla todas las cosas de este mundo y no sabe de dónde le vendrá su próxima comida”.

Herma de Sócrates. Foto: Mario Agudo Villanueva

La comedia proporcionaba el cotilleo crítico, malicioso y picante con el que los habitantes de la ciudad formaban su opinión. En ausencia de medios de comunicación, las obras de teatro tenían una notable influencia. El hecho de que Sócrates fuera el blanco favorito de estos poetas cómicos era un reflejo de la fama que había alcanzado el filósofo, pero preparaba un creciente clima de opinión en su contra. Plutarco explica en sus Moralia que Sócrates no daba importancia a estas habladurías, pero lo cierto es que él mismo denuncia tales críticas en su discurso de defensa, al menos tal y como lo ha transmitido Platón: “He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristófanes, en la que se representa un cierto Sócrates, que dice que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes” (Apología de Sócrates). Sin embargo, su juicio se produjo en el año 399 a.C., mientras que Las Nubes se estrenó veinticinco años antes de su condena y Las Aves, otra obra en la que Aristófanes le sitúa en el centro de la diana pública, dieciocho años antes. No podemos considerar, por tanto, el impacto social de estas obras como causante directo de su ejecución, entre otras cosas, porque prácticamente ningún personaje público, ni el propio Pericles, se libraban de la sátira teatral. Tampoco podemos argumentar la envidia de la que fue objeto, según Diógenes, pues “ponía en evidencia a quienes estaban orgullosos de sí mismos hasta parecer necios” (II, 38). Esta fue la forma de actuar del filósofo durante décadas y la condena le llegó a los setenta años. Entonces ¿qué impulsó a los atenienses sentenciarlo a la pena capital?

El juicio

El proceso judicial fue iniciado por tres ciudadanos, recordemos que no existía la figura del fiscal, Ánito, Meleto y Licón, quienes presentaron una acusación bastante insólita: impiedad, pues afirmaban que no creía en los dioses del estado, y corrupción de la juventud. El primero lo hizo porque estaba encolerizado en representación de los artesanos y los políticos, el segundo por los oradores y el tercero, por los poetas. Diógenes nos ha proporcionado el texto exacto del acta de denuncia, que en sus días se conservaba expuesta en el Metroon:

“Esto denuncia y acusa bajo juramento Meleto, hijo de Meleto, del demo de Pitto, contra Sócrates, hijo de Sofronisco, del demo de Alópece: Sócrates delinque al no reconocer a los dioses a los que da culto la ciudad, y al introducir nuevas divinidades. Delinque también corrompiendo a los jóvenes. Pena solicitada: la muerte” (40).


Nos dice Jenofonte en su Apología de Sócrates, que el filósofo “se preocupó por encima de todo en dejar claro que no había cometido ninguna impiedad con los dioses ni injusticia con los hombres” (22). La acusación de impiedad parece, cuanto menos, extraña. Los atenienses estaban acostumbrados a que el teatro cómico y trágico tratara de forma irrespetuosa a los dioses, así como también a la especulación filosófica que ponía en duda incluso su existencia en algunos casos, como el de Jenófanes, quien afirmaba un siglo antes que Sócrates que los hombres creaban a sus dioses a su imagen y semejanza y no al revés. La enseñanza tampoco podía tipificarse como delito, aunque a muchos molestaba que los jóvenes hicieran más caso a Sócrates que a sus padres, lo que alteraba el vínculo tradicional que restringía la educación al ámbito familiar. En el texto que nos ha dejado Jenofonte se ve claramente en una de las intervenciones de Meleto: “yo sé de personas a las que has persuadido para que te hicieran más caso a ti que a sus padres” (20). Sin embargo, no parece que tampoco este fuera un motivo para condenar a muerte a un hombre de avanzada edad que había dedicado toda su vida a esta tarea. La causa última que motivó la sentencia no fue filosófica, ni religiosa, sino política, tal y como han señalado autores como Stone. Esta hipótesis nos lleva a retomar el pulso de los acontecimientos históricos de la Atenas de la época.

Tubulencias políticas

El desastre militar de Siracusa provocó cambios políticos. Los antidemócratas empezaron a utilizar como nueva consigna la vuelta a la “constitución ancestral”, es decir, una democracia limitada a los propietarios. En 411 a.C. se abolió la remuneración de la mayoría de los cargos estatales. Los Cuatrocientos entraron apoyados por un centenar de individuos armados en el Bouleuteion, pagaron a los consejeros y los destituyeron. La suspensión del graphē paranómōn, el recurso de inconstitucionalidad, fue clave para asegurar un gobierno despótico. Atenas se sumergió en otra etapa de confrontación social, insólita desde los tiempos de Clístenes e Isócrates. Al gobierno de los Cuatrocientos, divididos en su seno en dos poderosas facciones, sobre todo en relación a su posición con respecto a la guerra, se oponía la flota democrática que estaba estacionada en Samos. Parece que fue Alcibíades quien arengó a los marineros para evitar que se presentaran en la ciudad para derrocar a los usurpadores, lo que habría provocado una violenta confrontación civil. Mientras tanto, Eubea aprovecha para separarse del decadente imperio ateniense.

Platón, uno de los más célebres discípulos de Sócrates. Foto: Mario Agudo Villanueva

Los hoplitas a los que los Cuatrocientos habían encargado fortificar el promontorio de Etionia, en El Pireo, se amotinaron y entregaron el poder a los Cinco Mil. Este grupo gobernó en Atenas desde septiembre del 411 hasta junio del 410 a.C., permitió el regreso de los desterrados, entre ellos Alcibíades, y limitó el derecho de ciudadanía a la clase de los hoplitas. Los thētes, los más pobres, quedaron excluidos de nuevo de la toma de decisiones políticas. La indolencia de Esparta, sin embargo, permitió nuevas victorias atenienses en la guerra. Al mando de Alcibíades se impusieron en Cinosema y Cízico, donde el enemigo perdió al almirante Míndaro. Con Alcibíades llegando a Samos y Tisafernes apoyando a los peloponesios termina el relato de Tucídides, que debe continuarse con las Helénicas de Jenofonte. Estas postreras victorias solo fueron posibles gracias a la colaboración de los Cinco Mil y la flota de Samos, lo que llevó a la restauración de la democracia en junio del año 410 a.C. Los espartanos pidieron la paz, pero los atenienses, envalentonados e influidos por Cleofonte, la rechazaron.

Estamos afrontando los últimos años de la interminable Guerra del Peloponeso. Lisandro se hizo cargo de las operaciones militares espartanas, que serán apoyadas desde ahora por Ciro de Persia, lo que precipitará la caída de Atenas. Sin embargo, este hecho no habría sido posible sin la inaudita capacidad de la capital del Ática de autodestruirse. En el año 407 a.C. Alcibíades reunió cien talentos para Atenas tras saquear la costa de Caria después de una exitosa campaña que llevó a los atenienses a sitiar Calcedón y Bizancio, como relata Jenofonte (I, 3). La situación del general era sorprendente. Por un lado tenía los amigos necesarios como para ser designado estratego un año tras otro, pero también los enemigos suficientes como para temer pisar el suelo de su patria. Así nos lo cuenta el propio Jenofonte, quien nos dice que, tras regresar de Asia Menor, anclado junto a la costa, no desembarcó de inmediato por temor a lo que pudiera pasarle si no estaban cerca sus partidarios (I, 18-20). Pero los años dorados, si pueden calificarse así, de Alcibíades, estaban a punto de terminar. El apoyo persa a los lacedomonios resultó crucial para reconstruir la flota peloponesia (I, 1, 23-25), que bajo la dirección de Lisandro se impuso a los atenienses en Notio. La actuación del mando ático en este enfrentamiento fue cuestionado por la Asamblea, que acusó a Alcibíades de negligencia y falta de autoridad. Por esta razón se eligieron diez nuevos estrategos. El controvertido general, una vez destituido, se recluyó en una fortificación particular en el Quersoneso (I, 5, 16).

El desastre de las islas Arginusas

El cambio le salió bien a Atenas, pues cosechó una impresionante victoria naval frente a las islas Arginusas, sangrienta batalla en la que cayó el navarco espartano Calicrátidas. Tras la victoria, tal y como cuenta Jenofonte, los atenienses decidieron que Terámenes y Trasíbulo, que eran trierarcos, junto con algunos taxiarcos, acudieran con cuarenta y siete naves para socorrer a las tripulaciones de las embarcaciones que se estaban hundiendo tras la batalla, mientras que el resto marcharía contra la flota del general Eteónico, que se encontraba anclada en Mitilene. Una tempestad que se despertó de pronto impidió el trabajo de rescate, que no pudo completarse. Al llegar a Atenas las noticias de este fiasco, comenzaron a reprocharse unos a otros la responsabilidad de las decisiones (I, 6). Los ocho generales, todos salvo Conon, que había permanecido en Mitilene, fueron reclamados por la Asamblea para ser juzgados (I, 7). Dos de ellos, Protómaco y Aristógenes, no regresaron. Los otros seis, Pericles el Joven –hijo de Pericles-, Diomedonte, Lisias, Aristócrates, Trasilo y Erasínides, fueron condenados a muerte tras una Asamblea presidida, paradójicamente, por Sócrates, quien protestó enérgicamente ante la decisión popular por considerar que se había violado el procedimiento habitual, tal y como explica el propio filósofo en el discurso en su defensa que nos ha llegado por Platón.

Tras la derrota de las Arginusas, los espartanos volvieron a pedir la paz, pero una vez más, los atenienses, incitados por Cleofonte, la rechazaron. Así llegamos al verano del año 405 a.C., en el que Lisandro toma por asalto la ciudad de Lámpsaco, en el Helesponto. Los atenienses, al mando de Conón y Filocles, anclaron su escuadra cerca del canal de Egospótamos. El general lacedemonio se aprovechó de la vulnerable posición del enemigo para lanzar una rápida ofensiva que acabó con la captura de 171 barcos y la destrucción del campamento ateniense (II, 1). La sorprendente negligencia de los estrategos hizo que circulara el rumor de una traición, por lo que Conon se refugió temporalmente en Chipre y no volvió a su ciudad hasta que no derrotó a los espartanos años más tarde en Cnido, en el año 394 a.C.

“En Atenas se anunció de noche la desgracia, cuando llegó al Páralos, y un gemido se extendió desde El Pireo a la capital a través de los Muros Largos, al comunicarlo unos a otros, de modo que nadie se acostó aquella noche, pues no lloraban sólo a los desaparecidos, sino mucho más aún por sí mismos, pensando que iban a sufrir lo que ellos hicieron a los melios” (II, 2, 3).

Así es el trágico relato que Jenofonte nos ha transmitido sobre la llegada de la noticia de la derrota de Egospótamos. Efectivamente, el final de la guerra había llegado. Al concluir el otoño, Lisandro zarpó rumbo al puerto de El Pireo, aceptando la rendición de los antiguos aliados de Atenas a lo largo de su periplo hacia las costas del Ática. En cada una de estas plazas sustituía los gobiernos democráticos por oligarquías respaldadas por Esparta. El único aliado que se mantuvo fiel a Atenas fue Samos, en recompensa de lo cual, los atenienses otorgaron a los samios el enorme y extraordinario privilegio de ser considerados ciudadanos de la capital del Ática. Los tebanos, corintios y otros aliados propusieron acabar con todos los hombres varones, pero los espartanos rechazaron la propuesta alegando los grandes servicios prestados por Atenas en la guerra contra Persia, algo extraño teniendo en cuenta el carácter de Lisandro.

Las negociaciones para la rendición de Atenas fueron controvertidas, como no podía ser de otra manera. Cleofonte propuso aprobar un decreto por el que la ciudad se negaría a aceptar un acuerdo que implicase el derribo de los Muros Largos, pero la extrema situación a la que había conducido a la polis el estado de sitio al que estaban sometidos hizo que fuera ejecutado por unas acusaciones lanzadas por los oligarcas. Terámenes se encargó de cerrar el tratado definitivo, que suponía aceptar la condición de aliada de Esparta, derribar las fortificaciones de El Pireo y los Muros Largos y entregar toda la flota a excepción de doce naves. Además, se aceptó el regreso de los desterrados, la mayoría partidarios de la oligarquía (II, 2, 10-24). La Asamblea no tuvo más remedio que aceptar las exigencias de Lisandro y elegir a treinta magistrados, que serían llamados los Treinta Tiranos, cuyo gobierno duró ocho meses (II, 3). Todos ellos simpatizaban con Esparta y estaban dispuestos a sacrificar los viejos principios democráticos de la ciudad. Uno de los tiranos iba a destacar sobre los demás: Critias.

La irrupción de Critias

Desterrado a instancias del malogrado Cleofonte tras la caída de los Cuatrocientos, Critias volvió dispuesto a vengarse. Los Treinta no establecieron la “constitución de los antepasados”, como se venía reclamando en el sector oligarca, solicitaron una guarnición espartana de setecientos soldados y un harmoste –comandante-. Se rodearon adicionalmente de trescientos guardias armados de porras y encargaron a un organismo formado por diez miembros que vigilara El Pireo, que se consideraba un hervidero demócrata. A instancias de Terámenes, los Treinta ampliaron la oligarquía con una lista de tres mil ciudadanos cuyos integrantes tendrían derecho a ser juzgados por la Boulé, pero lejos de ser un contrapeso al poder tiránico, supusieron un respaldo para emprender una durísima represión. Las ejecuciones no afectaron solamente a los enemigos políticos, también a metecos ricos cuyas posesiones eran ambicionadas por los Treinta. Incluso el propio Terámenes, al que consideraban sospechoso por sus continuas reservas, fue condenado a beber la cicuta (II, 3, 11-56). Los tiranos apoyaron su estrategia del terror en la acción de las synomosías, una especie de clubes de aristócratas de filiación oligárquica a los que unía el desprecio por la democracia, que actuaban como bandas al servicio de la tiranía. Su función era la de delatar, castigar, escarmentar o, incluso, ejecutar a todos los que podían suponer una amenaza. Estas sociedades ya son mencionadas por Tucídides a propósito de la mutilación de las hermas, pues se sospechó que tras esta impía afrenta estaban estos grupos de jóvenes conspiradores.

Restos de la sede de la Heliea, sede de los tribunales de justicia del Ágora griega. Foto: Mario Agudo Villanueva

El final de los Treinta estaba asegurado por un error de cálculo. Al prohibir entrar en Atenas y confiscar las tierras a los que no formaban parte de los famosos Tres Mil, crearon un enorme grupo de desterrados que no tardaría en actuar. Capitaneados por Trasíbulo, setenta de ellos se apoderaron de File (II, 4). Poco después se convirtieron en setecientos. En primavera se trasladaron al puerto de El Pireo, uniéndose a los disidentes de esta población. Critias lanzó una ofensiva desde la llanura, pero no consiguió desalojar a los rebeldes de la colina de Muniquia, donde estaban concentrados. En esta escaramuza murió el sanguinario tirano, un hombre que no había pestañeado lo más mínimo a la hora de ordenar la ejecución de cientos de personas. Los oligarcas, refugiados en Eleusis, rechazaron las llamadas a la paz de los amotinados en espera del apoyo espartano, pero no llegó, puesto que en Esparta, los reyes Agis y Pausanias estaban hastiados de la arrogancia de Lisandro. El segundo se dirigió con sus tropas al Ática para impulsar la reconciliación de los atenienses, que finalmente se produjo mediante una amnistía sin precedentes. Quizás la primera en la historia de la que tenemos testimonio. En virtud del acuerdo, solo se podía procesar a los Treinta y los magistrados nombrados por ellos de forma directa. Nadie más podría ser acusado por delitos anteriores al año 403 a.C. Trasíbulo ofreció sacrificios en la Acrópolis en agradecimiento por la salvación de la ciudad y emprendió así la difícil tarea de la restauración de la democracia. Pero no todos estaban de acuerdo, una minoría de aristócratas oligarcas se retiró a Eleusis, desde donde perpetraron un nuevo intento de tomar la ciudad para reinstaurar la tiranía en el año 401 a.C., pero los atenienses les hicieron frente. Con la vuelta de la democracia se trató de mejorar la recaudación del eisfora, impuestro sobre la propiedad, y se instituyó la figura de los nomothétai, creadores de leyes especializados.

La hora de la cicuta

¿Qué tienen que ver estos acontecimientos históricos con el juicio de Sócrates? Para responder a esta cuestión nos tenemos que centrar en una de las acusaciones que se vertieron contra él: la de corrupción de la juventud. Sócrates se defiende con el argumento de que a través de sus preguntas había puesto en evidencia a quienes estaban orgullosos de sí mismos hasta hacerles parecer necios, lo que le convirtió en un personaje odiado y envidiado, como señala Diógenes (II, 38). El filósofo asegura, según el testimonio de Jenofonte, que no había cometido ninguna acción injusta en su vida (3) y que su proceso se debía a sus indagaciones en busca de la virtud, ya que descubrían la ignorancia de los demás. Sócrates denunciaba que eran muchos los que creían saberlo todo, aunque no sabían nada o casi nada. Achaca a esta razón la causa por la que fue acusado de corromper a los jóvenes. Sin embargo, es necesario que vayamos un poco más allá del testimonio idealizado que nos ofrecen las tres fuentes históricas que nos sirven para reconstruir el juicio, ya que nos presentan un personaje que se asemeja a un santón popular.

Dos de los principales protagonistas de la lúgubre etapa de la historia de la ciudad a finales del siglo V a.C., Alcibíades y Critias, fueron discípulos del filósofo procesado. En este sentido cabe destacar que el propio Sócrates, en el discurso de defensa que Platón recoge en su Apología, tenga que aclarar que él no participó en synomosías. Parece lógico darle la razón, pero lo que no quedaba tan claro es que sus conversaciones con los jóvenes que formaban parte de estas bandas no parecieran sospechosas a los atenienses de filiación democrática. En el año del juicio de Sócrates, el 399 a.C., todavía estaba fresca en la memoria de los ciudadanos la cruel y sangrienta represión de los oligarcas. El fracasado intento del año 401 a.C. solo había servido para despertar nuevos fantasmas, que se cernieron también sobre la figura del viejo filósofo. El hecho de que Sócrates no tomara partido ni por unos ni por otros, en un ambiente de excesiva tensión, pudo considerarse como una falta de compasión, cuando menos, agravada por su permanencia en la ciudad bajo el gobierno de los Treinta, lo que se consideraba como un apoyo encubierto, ya que la mayoría de opositores salió de Atenas. Es significativo que en su defensa, el acusado se refiera explícitamente al único demócrata que sabemos que fue discípulo suyo, un tal Querofonte, del que dice Sócrates que fue “desterrado con vosotros, y con vosotros volvió”, refiriéndose a este partido con una sospechosa segunda persona del plural.

Hojas de cicuta. Foto: Wikimedia Commons

La mayoría de sus discípulos eran jóvenes de ricas familias, como él mismo señala, pues eran los que tenían tiempo de seguirle, pero los demócratas escaseaban. El filósofo argumenta en favor de su talante democrático su postura en contra de la ejecución de los generales condenados por el episodio de las Arginusas, así como su negativa a traer a León de Salamina a Atenas para que fuera ejecutado por los Treinta, hecho que pudo causarle un severo castigo, según sus palabras, de no haber caído el régimen poco después. Su carácter demócrata es destacado por el propio Diógenes en su semblanza del filósofo (II, 24). Sin embargo, no parece que estos argumentos convencieran al jurado. En refuerzo de esta tesis cabe destacar el perfil de uno de los acusadores de los que más datos tenemos: Ánito. Este hombre era un rico curtidor, que había desempeñado un importante papel en la resistencia armada contra Critias y había luchado por restaurar la democracia. Sufrió graves pérdidas económicas como consecuencia del gobierno de los Treinta. Tras la caída de los oligarcas, se ganó el respeto de sus conciudadanos al no utilizar su influencia política para recuperar sus posesiones. Había prestado además muchos servicios a la ciudad durante la guerra, en la que fue general al mando de treinta trirremes en el intento de conquista de Pilos, en el año 409 a.C. La actitud altiva y mordaz que Sócrates adoptó en su defensa no contribuyó a que su pena fuera atenuada. Incluso, en su último alegato, se atrevió a provocar a los asistentes afirmando que debido al servicio que había prestado a Atenas, era merecedor de comer en el Pritaneo, como los que ganaban los premios en las carreras de caballos y de carros en los juegos olímpicos.

Tras una votación en la que resultaron 281 votos en contra y 275 a favor, Sócrates, condenado por una exigua diferencia de seis votos, se negó a mutar su pena por el destierro. En el testimonio que recoge Platón, el filósofo afirmó que: “Estando convencidísimo de que no he hecho daño a nadie, ¿cómo he de hacérmelo a mí mismo, confesando que merezco ser castigado, e imponiéndome a mí mismo una pena?” Una vez ratificada la pena de muerte, el tono de Sócrates se agría, se hace más desdeñoso y altivo, semejante al carácter que habían reflejado los comediógrafos:

“Hubiera sido para vosotros una gran satisfacción haberme visto lamentar, suspirar, llorar, suplicar y cometer todas las demás bajezas que estáis viendo todos los días en los acusados. Pero en medio del peligro, no he creído que deba rebajarme a un hecho tan cobarde y tan vergonzoso… Quiero más morir después de haberme defendido como me he defendido, que vivir por haberme arrastrado ante vosotros”. 

Sócrates parece aceptar con resignación su destino cuando afirma: “nos engañamos todos, sin duda, si creemos que la muerte es un mal”, incluso, según Jenofonte, pensaba que “era un buen momento para terminar su vida”. Pero antes se atrevió a proferir una amenaza. Sócrates anunció que el castigo que recibirían los atenienses sería más cruel que el que pretendían imponerle a él, pues se levantarían contra ellos gran número de personas, que habían sido contenidas por su presencia ¿Podría referirse a los oligarcas? Resignado, se resistió a huir, pese a que parece que tuvo la ocasión de hacerlo, según Jenofonte (23) y pereció tras ingerir la cicuta. Resulta evocador pensar que este histórico episodio tuvo lugar en la actual prisión de Sócrates, enclave en el que comenzaba este relato, pero dado el carácter del acusado y la importancia del proceso, lo más lógico es que sucediera en la prisión estatal, cuyos restos podemos encontrar muy próximos al recinto de la Heliea, en el Ágora. Sócrates murió a los setenta años, pero su semilla se había esparcido entre sus discípulos.

Autor

Mario Agudo Villanueva

Recursos adiovisuales

Conferencia de Francesc Casadesús sobre los enemigos de Sócrates para la Fundación BBVA

Fuentes

Helénicas, Jenofonte. Edición de Orlando Guntiñas Tuñón para Gredos. Madrid, 1994.

Apología de Sócrates, Jenofonte. Edición de Juan Zaragoza para Gredos. Madrid, 1993.

Apología de Sócrates, Platón. Obras completas. Edición de Patricio de Azcárate, tomo 1. Madrid, 1871.

Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides. Edición de Luis M. Macía Aparicio para Akal Clásica. Madrid, 1989.

Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Diógenes Laercio. Edición de Carlos García Gual para Alianza Editorial. Madrid, 2007.

Las Nubes, Lisístrata y Dinero, Aristófanes. Edición de Elsa García Novo para Alianza Editorial. Madrid, 2017.

Bibliografía

AGUDO VILLANUEVA, M. (2016): «Atenas. El lejano eco de las piedras». Confluencias, Almería.

SANCHO ROCHER, L. (2021): «El nacimiento de la democracia. El experimento político ateniense (508-322 a.C.)». Ático de los Libros, Madrid.

STONE, I.F. (1988): “El juicio de Sócrates”. Mondadori, Madrid.

ZELLER, E. (1960): “Sócrates y los sofistas”. Editorial Nova, Buenos Aires.

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