Entre caos y cosmos. Naturaleza en la antigua Grecia

El Museo Arqueológico Nacional (MAN) y Acción Cultural Española (AC/E) inauguran la exposición temporal ‘Entre Caos y Cosmos. Naturaleza en la Antigua Grecia’; un recorrido por el imaginario mítico que los antiguos griegos construyeron en torno a la naturaleza. La muestra se enmarca en el programa conmemorativo del 10º aniversario de la reforma del museo. Además, coincide con otra efeméride ligada a los orígenes del Museo: la adquisición, en 1874, de la colección del marqués de Salamanca, José de Salamanca y Mayol, el mayor coleccionista de arte clásico de nuestro país en el siglo XIX.

El recorrido comienza con el concepto del caos para sumergirse en el origen del Cosmos y de la Tierra; un momento en el que la naturaleza es imprevisible. Continúa con la domesticación de animales y plantas por el ser humano, momento en el que se otorga especial importancia la tríada mediterránea. Se presenta el mar Mediterráneo como lugar de peligros, pero también de oportunidades. A continuación, la exposición se detiene en los llamados seres híbridos como, ejemplo de una naturaleza alterada donde se yuxtaponen la esencia humana y la animal. En la muestra también se abordan otros aspectos como los jardines, interpretados como lugares de disfrute para los sentidos y donde el dios Eros es el generador eterno de la naturaleza. El recorrido nos conduce al Más Allá, no sin antes abordar el mundo de las pócimas y los brebajes; ámbito dominado por las mujeres, conocedoras de las hierbas, raíces y ungüentos.

Magnífica Potnia Theron en una cerámica griega. Uno de los préstamos de la muestra, procedente del Museo del Louvre. Foto: Mario Agudo Villanueva

Sobre el Caos

En el principio fue el Caos. El germen del universo reside en una masa tosca, umbría y desordenada. Una especie de abismo de materia sin forma que llena el vacío previo a la existencia. En un momento dado, impreciso, pues todavía no había comenzado a correr el tiempo, el Caos se pone en movimiento para generar a Érebo y Nix. La potencia se convierte en acto y produce sendas manifestaciones de la oscuridad, la del mundo subterráneo, irreversible e implacable, y la de la noche, gradual y mutable. De la unión de ambas surgen Hémera y Éter, dos conceptos diferentes de entender el fenómeno lumínico. La primera es la personificación del día. El segundo es un elemento más puro que el aire, situado sobre el cielo. La personificación de la luz. Este esquema se repite con frecuencia en otras cosmogonías. «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos y las tinieblas cubrían el abismo, pero el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Entonces dijo Dios: «haya luz», y hubo luz» (Génesis 1, 1), afirma la tradición judeocristiana. Los lingüistas han relacionado el término griego «caos» con la raíz indoeuropea gheu, que significa «bostezar» o «abrirse». Como si esa materia primordial se hubiera despertado de un letargo inmemorial para desencadenar un perezoso e inexorable proceso creativo. La bocanada primigenia puede parecer una ocurrencia literaria o metafórica, pero la secuencia descrita por su autor, Hesíodo, pastor de ovejas que recibe la inspiración de las musas en las apacibles. faldas del Helicón, guarda un inquietante parecido con el relato de ese momento cero en las teorías más recientes. Lo cual no quiere decir que la explicación del origen del cosmos en la Teogonía, nombre de la obra de este poeta arcaico, tenga nada que ver con lo que hoy sabemos. Mito y ciencia transitan por sendas distintas. El big bang, la «gran explosión», es la versión de la creación del universo aceptada de forma unánime, aunque con matices, por la comunidad científica.

Una naturaleza sagrada

Los griegos se referían a la naturaleza con la palabra physis, cuya raíz pertenece a la familia del verbo phyo, que significa «crecer» o «brotar». El hombre de la Antigüedad vivía en un paisaje sagrado. El mundo fue creado en un tiempo remoto gracias a la acción de fuerzas primordiales, dioses y seres semidivinos. Aquellos acontecimientos ocurrieron en el prestigioso tiempo de los orígenes y su recuerdo quedó grabado en los mitos, relatos compartidos por todos lo miembros de la comunidad. Esta cosmovisión no es exclusiva de los griegos, pero su cultura nos ha dejado una tupida red de historias escritas como testimonio de sus creencias. Una cueva del monte Ida, en Creta, había sido la morada de Zeus recién nacido, custodiado por los coribantes para protegerlo de su padre Cronos. Al norte, entre Tesalia y Macedonia, se elevaba el monte Olimpo, morada de los dioses. Los atenienses podían disfrutar del don sagrado de Atenea en forma de olivo sobre la cima de la Acrópolis. Allí estaba también la impronta del tridente de Poseidón, como viejo testimonio de la puja entre ambos dioses por el control del Ática. Los epirotas escuchaban el susurro de Zeus entre las hojas de su roble sagrado en Dodona, mientras que en Eleusis todavía podía visitarse en tiempos históricos el lugar en el que Deméter enseñó a los hombres el secreto de la agricultura. En la sagrada isla de Delos habían nacido Apolo y Ártemis, y Delfos fue el escenario en el que el hijo de Leto derrotó a la serpiente Pitón para establecer su influyente oráculo. Los trabajos de Heracles se repartían por diferentes lugares del Peloponeso, como Nemea, las lagunas de Estinfalia o el monte Erimanto. Son solo algunos ejemplos. Cada rincón de la geografía griega evoca lo sagrado. La tradición liga para siempre lo inmortal con lo mortal a través de la localización de sus experiencias en lugares concretos.

Fragmentos del libro Mitología clásica, Mario Agudo Villanueva (Almuzara, 2020).

Autor

Mario Agudo Villanueva

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